El martes me echaron a la calle como a un perro sarnoso. No es una forma de hablar. Llegué a las ocho de la tarde al piso que tenía alquilado en Ámsterdam y la casera nos exigió a la otra inquilina y a mí que nos fuéramos en ese mismo instante. No nos quería más allí, ya no necesitaba nuestro dinero. Tras una larga y tensa discusión nos obligó a hacer las maletas e irnos. Y de esta manera nos vimos, a las once de la noche, con todas nuestras pertenencias amontonadas en una oscura acera holandesa.
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