Con Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, se han cometido dos grandes injusticias: la primera, no enterrarle, a 85 años de su muerte, y convertirlo en atracción turística; la otra, no considerarle como una persona que actuó en el momento histórico que le tocó vivir como creyó que debía hacerlo, con sus aciertos y con sus errores, sino como una especie de encarnación del bien cuya producción teórica sólo fue superada por la de Marx, según nos dicen estos días desde cátedras en las que seguro que no han leído, al menos con provecho, ni a uno ni a otro.
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