La economía sumergida, un plácido refugio para un buen número de ciudadanos y un lastre para la administración, florece y florece. La mayoría sabe que está ahí, y echa mano de ella: las chapuzas caseras de un vecino manitas, el amigo con trabajo declarado de lunes a viernes y que ejerce de pintor barato y eficaz los sábados, y quizás, el paradigma de esta picaresca tan enraizada, el piso alquilado a escondidas del Ministerio de Hacienda, la institución peor valorada por los españoles.
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