Muchos españoles de a pie, ajenos a los tejemanejes de la corte, saludarían, aliviados, el cambio de dinastía. Pensaron, precipitadamente, que nueva savia vitalizadora renovaba el tronco podrido de los Austrias. Pero aquel nuevo rey -un jovenzuelo de diecisiete años, no muy alto, rubio, de ojos azules-, al que recibieron triunfalmente en Madrid, no era la joya que parecía. En realidad, era abúlico y retraído,hasta el punto de haber llamado la atención del prestigioso médico Helvecio, que se interesó por él como caso clínico.
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