No es broma. Hay profesiones que consisten fundamentalmente en mentir o en fingir. Por ejemplo, los escritores de ficción o los profesionales del escenario. A poco bueno que seas en tu profesión, tienes que saber construir un relato verosímil, sin contradicciones, o fingir estados de ánimo, gestos y hasta lágrimas repentinas. Es tu trabajo. Es lo que haces para disfrute de tu público.
Lo que pasa es que en un sistema judicial como el nuestro, cuando el testimonio de la víctima puede ser suficiente en determinados casos para condenar a alguien, no podemos tomarnos en serio las denuncas de esas personas porque, coño, su profesion es precisamente hacer creer a los demás en cosas que nunca han sucedido.
Así que, cuando una actriz va a denunciar a alguien por acoso sexual, pido otras pruebas. Y si fuese yo a denunciar a alguien por acoso sexual, agresión, o lo que fuese, pediría que se desconfiase de mi palabra, porque soy escritor de ficción desde hace unos cuarenta años. Y se supone que pare tener esa profesión algo sabré de construir historias verosímiles y coherentes.
Lo que hay, en realidad, detrás de la supuesta protección a las víctimas es que nos consideramos muy avanzados y muy garantistas, pero no hemos cambiado gran cosa desde los tiempos en que las ejecuciones eran públicas. En aquel entonces, las plazas se abarrotaban para ver cómo se le cortaba la cabeza a alguien o se quemaba a una vecina en la hoguera por brujería. A nadie le importaba en realidad si era culpable o no: lo que querían era ver cómo mataban a otra persona, y se congregaban masivamente en las ejecuciones.
Y seguimos igual: en cuanto se nos da la menor oportunidad, pagamos al verdugo que sea para que mate y nos reunimos como hijos de puta para ver el sufrimiento ajeno, difrazados de buenas personas que desean el bien de la sociedad.
O mejor aún si nos dejan, modestamente, ejercer el papel de verdugos. Unas cuantas piedras por persona y a ver quién ha dicho Yaveh, ¿verdad?
Pues nada: que siga la fiesta.