Aquella mañana no me sentía con ganas de ir a trabajar. Estaba atravesando una mala racha. Durante el último mes apenas habían pasado por el bufete tres personas, para consultas banales. Y a dos de ellas ni les cobré. Mi despacho no era tan famoso como para facturar a 200 € la hora, no era más que un mediocre abogado que se ocupaba de casos de divorcios y algún que otro impago, que como generalmente no conseguía ganarlo, a pesar del trabajo realizado, me quedaba sin cobrar.
¿Para qué madrugar e ir a la oficina? Para ver la cara de mi secretaria, una mujer voluntariosa y muy eficaz, que cobraba el salario mínimo y con la que tenía que hacer cabriolas para poderla pagar a fin de mes. Necesitaba mantener una imagen, por lo menos de cara a ella, ya que si tal y como estaban las cosas, no acudía a trabajar, posiblemente acabaríamos mal.