Habrá pocas dudas de que los Sanfermines encarnan, como pocas, la idea del jolgorio desatado y de fiesta popular. Llegado el momento –el ecuador de cada seis de julio, ni antes ni después–, la masa humana enloquece y comienza a pegar brincos en inequívoca muestra de disfrute colectivo. Cosa lógica –lo de la locura coral, digo–, si se piensa que para tal fin se inventó la fiesta, y que casi cincuenta y un semanas esperando son muchas semanas como para que, dada la hora, la gente se tome el chupinazo como una llamada a maitines.