Hoy en día, la literatura peruana es antes que nada urbana. Si antes otros espacios, como el andino o el forestal, fueron privilegiados o sirvieron de contrapeso a la emergencia de la ciudad, ahora ésta ha terminado por fagocitarlo todo. Desde los colegios, hasta las prisiones, pasando por las casas de familia, las iglesias, incluso los prostíbulos, todos los espacios parecen convergir en un sentido singular que los trasciende e incluye en una red de significaciones no necesariamente coherentes entre sí. A diferencia de ficciones fundadoras como las de Julio Ramón Ribeyro, Enrique Congrains y Sebastián Salazar Bondy —por mencionar algunos de quienes interrogaron a la urbe de la manera más intensa—, con el pasar de los años, ya no se trata tanto de un espacio de encuentros y desencuentros entre los ciudadanos.