Duendestás
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Sanchez se reúne con Xi Jinping y Feijoo con una telepredicadora evangelista radical

Pues eso, que Sanchez se reúne con el presidente de China para tratar cuestiones de política internacional, y Feijoo se reúne con una telepredicadora evangelista radical que cura la homosexualidad y expulsa a los demonios, asuntos de primer orden en la agenda del PP.

Reflexionen en ello.

 

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Ahora que se oye pedir sangre

Ahora que se oye pedir sangre me viene a la memoria un episodio de insospechada sensatez ocurrido en esa oscura y cruel Edad Media que tanto despreciamos. El caso sucedió en 1.212, cuando las tropas cristianas al mando de Alfonso VIII marchaban a enfrentarse a los almohades en la decisiva batalla de las Navas de Tolosa. El Papa había emitido una bula de apoyo y acudieron numerosos cruzados europeos a sumarse a las tropas cristianas de los reinos de España, formando así lo que ahora llamaríamos una coalición internacional. Transcribo un fragmento del poema épico que narra la formación del ejército y su posterior marcha por tierras manchegas, donde antes de enfrentarse al ejército almohade sucedió aquel hecho que apuntaba.

 

Veamos primero la composición del ejército cristiano de coalición:

Del Toledo en un carballo

todos fueron emplazados

con sus peones y armados

para aquel veinte de mayo.

Por Castilla los primeros

el Rui Jiménez de Rada,

con Diego López de Haro,

los Girones y Cameros,

los Manrique y su mesnada,

y unidos, siendo esto raro,

Laras y Castro en parada.

Junto a estos caballeros

alimentaban el cupo

cada obispo con su grupo

de peones y braceros,

gregarios o capellanes

que trajeron a su abrigo

Melendo, Instancio y Rodrigo,

con Bricio, Tello y dos Juanes,

más los tantos castellanos

de las tropas concejiles

de caballeros villanos

que al rey Alfonso por miles

enviaban sus paisanos.

El rey Pedro de Aragón

a la sede episcopal

de la augusta Barcelona

sumó a García Frontín,

obispo de Tarazona,

y de su reino en confín

tras Sancho de la Cerdania

a Almerico de Narbona

y a Bernardo de Occitania.

Navarra con Sancho el Fuerte,

a la postre muy formal

acudió a tentar la suerte,

y con él en buena lid

presentose allí el cabal

García de Almoravid

con Arróniz y el prior

de Tudela, que era el monje

fray Guillermo de Santonge.

Por parte del Portugal

acudieron solidarios

varones de condición,

e igual pasó con León

que aportaba voluntarios

sin enseña ni pendón.

De las órdenes marciales

el Ramírez con templarios,

con Armíllez los leales

de la Malta hospitalarios,

y firmes cual férreos clavos

las nuestras identitarias

del Santiago con el Arias

y con Yangüas calatravos.

 

Y de Europa llega apriesa

la alianza ultramontana

para nutrir la remesa.

Por cruzada se confiesa

bastante tropa occitana,

hueste alemana y francesa

y otros de lengua italiana

junto a gente piamontesa.

 .....//.....

La coalición marcha al sur hacia el almohade y algo acontece de camino

Pasando ya justo un mes

marchó la tropa cristiana

con Rada tierra a través

por la calzada romana,

do luego ya que tomaban

por rendido el Malagón

los cruzados masacraban

sin medida y sin razón

a toda su guarnición.

Así que ya al otro día    

cuando la tropa rendía

el fuerte de Calatrava,

aunque el cruzado pedía

repetir carnicería

Alfonso se lo negaba.

El rey allí les decía

que en estos reinos la guerra

al rendido despojaba

de casas, bienes y tierra

pero la vida dejaba.

Como aquello contrariaba

a la tropa ultramontana

que por costumbre torcida

nunca dejaba con vida

ni aun a la gente cristiana

manque se diera rendida,

protestaron sin tardanza

por esta práctica hispana

de repudiar la matanza.

Y levantando acampada

dejaron la gres menguada

tomando ya disconformes

por Pirineos enormes

llevándose su cruzada.

............/.......

 

Todos sabemos que esos aliados al final no hicieron falta, pero este rasgo de cordura viene a recordarnos que aquella cruel, denostada y oscura Edad Media que tanto despreciamos algo sí podría decirnos.

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Qué hacer con los dioses nativos

 Cuando Roma pisa la península lo hace en una zona ibérica profundamente aculturada por otras gentes del Mediterráneo, un país regado de cultos y costumbres que al romano le resultan conocidos y en parte familiares, cosas que en nada le sorprenden y apenas le rechazan. Pero no ocurre lo mismo en el área indoeuropea, donde un nutrido panteón de dioses autóctonos y extraños pronto ofrecerá terca resistencia a esa tropa de deidades romanas emergentes que pretende destronarlos. Tres siglos de resistencia. Una lucha agónica que acaba relegando a estos dioses nativos mediante derribo, relevo o mestizaje (fenómeno éste al que llaman sincretismo). Pues así quedó la cosa para aquellos dioses desgraciados, hasta ahora... Porque ahora, tras casi dos milenios olvidados pretendemos si no ya despertarlos al menos conocerlos. Se trata de poner a cada uno en su lugar. Y visto que al efecto precisamos situarlos los tenemos ya dispuestos aquí sobre la mesa, una amontonada colección de dioses que debemos ordenar. Procedemos pues a elaborar una clasificación por atributos, un sistema que permita establecer el rango y el lugar que ocupa cada uno dentro de su árbol mitológico, un orden que en suma ya esclarezca la imagen de este Olimpo. Y nos ponemos a ello. Pero hete aquí que pronto nos topamos con dos grandes problemas: nuestro limitado conocimiento sobre el sentido y el calado de dichos atributos, y la dificultad de asociar deidades variadas de pueblos diferentes. Todo un laberinto. Vamos, que ante este panorama recurrimos a ordenar la nómina de dioses atendiendo únicamente al nivel de implantación que ofrezca cada uno, y punto. Por eso hablamos de dioses locales, dioses supra-locales y dioses supra-regionales, categorías que solapan a su vez un orden etnográfico que remite en paralelo a una gens o población (p.ej. Caurium), a una etnia o pueblo (p.ej. astures), o a más de un pueblo (p.ej. vetones, lusitanos y galaicos).                                                                                                                                        

Para hacernos una idea y tomando a nuestros dioses más nombrados, Endovélico y Ataecina, éstos quedarían respectivamente incluidos en los ámbitos local y supra-local. Sin embargo otros de categoría supra-regional presentes en varios pueblos y territorios, como Munis, Reue, Bormanicus, Bandue, Cosus, Epona o Lucobus, apenas nos resultan conocidos. Por supuesto serán más numerosos aquellos que se ajustan al ámbito local, aunque también las otras divisiones contienen ejemplos abundantes. Y ya con esto paso a presentar algún registro sobre cada una de las tres categorías.

.                               

Deidades locales

 Aquí exponemos por ejemplo el caso de Abercicea, epíteto teonímico de una deidad femenina documentada en inscrip­ción epigráfica del pueblo salmantino de El Bodón. Se trata en este caso de un ara votiva usada como material de construcción para edificar la iglesia parroquial del pueblo, entre cuyos muros se encuentra actualmente empotrada. El ara presenta una inscripción latina que reza lo siguiente: [acer euri Abercicea v a l m]; de tal que informa sobre un voto por mérito ofrecido humilde y libremente a Abercicea por algún dedicante cuyo nombre no figura.

Esperando que el término Abercicea nos pueda decir algo observamos que contiene un radical ‘*ab-’ al que se atribuye significado de «curso de agua, río, corriente», una semántica que apuntaría al carácter fluvial de la diosa; esto es: se trata de una deidad de las aguas. El propio contexto nos refuerza luego esa impresión al constatar que el actual pueblo de El Bodón queda rodeado por el curso del río Águeda. Ya por fin y acudiendo al diccionario descubrimos que la RAE recoge el término «bodón» como un nombre común al que atribuye significado de «charca o laguna invernal que se seca en verano». De una u otra forma Abercicea no sale del agua.

Indagando ya más tarde en los estudios vemos que Rome­ro Pérez y Salinas de Frías señalaron para el término «Abercicea» la condición de epíteto con teónimo omitido de alguna diosa de importancia, para la que se han propuesto Nabia o Munis, deidades de tipo supra-regional con presencia entre vettones. Y aunque esto nos parece muy posible, al no poder asegurarlo mantendremos a esta diosa como advocación local: deidad por tanto de las aguas en una población de los vettones del Conventus Emeritensis. 

 .................……………….

 Otra deidad de ámbito local sería el dios Adiutor, curioso teónimo con significado latino de «ayudante»; aunque algunos autores rechazan esta advocación presumiendo que el verdadero teónimo recogido en el texto sería Danceroi, deidad en cualquier caso también desconocida. Ambos nombres figuran epigrafiados en inscripción rupestre de Penedo de Remeseiros, Vilar de Perdices, Vila Real, una inscripción sobre gran piedra en forma de mesa de altar ofrecida al dios por Callida, hija de Reburro, quien presenta petición mediante un texto que reza lo siguiente: […Allius Reburri rogo Deu Adiutorem in a c conducta con­seruanda si quis in a c conduc­ta p mici aut meis inuolauerit si r quaecunquae res at mii a s si l siquit ea res u s l u f Danceroi…]. Conforme a interpretación de Dopico y P. Menaut la dedicante ruega al dios que atienda a conservar sus prados y si los ladrones llegan a robarle algo les obligue a devolverlo. Parece así que Callida atribuía a este dios Adiutor, o Danceroi, propiedades de tutela sobre tierras y ganados, y atendiendo a su otra petición de reintegro de los bienes robados vemos que además le reconoce capacidad para impartir justicia.

Señalar que próximo al lugar del hallazgo se sitúa el santuario indígena de Pena Es­crita, en el Laraucus mons, donde figuran dos dedicaciones a Laraucus y otra más a Júpiter. Esta zona quedaría situada en territorio correspondiente a los turodi o a los bibali, pueblos ambos galaicos y sujetos a jurisdicción del Conventus Bracarum.

 .

 Deidades supra-locales (o regionales)

 Como ejemplo de ámbito supra-local podemos citar el caso de Candamius, deidad de las cumbres con presencia atestiguada en el territorio de los cánta­bros, de donde el dios procedería. Y aunque consta inscripción en zona galaica a un Iuppiter Candiedo, el texto ya declara que la misma es ofrecida por un cántabro de tribu salaeni.

Además de Candiedus, variante sobre una misma raíz temática, el dios figura como Candamius o Candamus en inscripciones epigráficas de Candanedo de Fenar, La Robla [ Iovi Candamio ], en Monte Cildá, Olleros de Pisuerga [ Iovi Deo Candamo Primula Reburr­ini lib l m ] y en Candela de Ferrar [Iuppiter Candamius].

Es evidente que el Candamio de Candanedo de Fenar alude a la deidad moradora del monte Candanedo, personificación del mismo, de hecho el monte consta en documentos medievales aún como «Candamo». Y esa misma atribución se daría en los demás. Por otra parte todas estas inscripciones nos informan que tanto Candamio como Candamo y Candiedo se encontraban ya inmersos en un proceso sincrético de asimilación al dios romano Júpiter, cuya morada también quedaba situada en las alturas.

Aunque se ha apuntado (M. L. Albertos) a una posible procedencia alternativa de la raíz indoeuropea ‘*kand-’ (brillar, ard­er) que pondría a esta divin­idad en relación con el rayo y justificaría igualmente su asimilación a Júpiter, creemos sin embargo que el teónimo vendría formado en base al término ‘canda’, voz de origen antiguo-europeo (o indoeuropeo occidental indiferenciado) con significado de “piedra o peñasco”, al que se añade un sufijo aumentativo ‘-mo / -mio’ (grande). Al respecto podemos constatar la existencia de una serie de topónimos del área indoeuropea formados a partir del tema ‘canda’ y correspondientes a lugares situados junto a peñas o roquedos: Candamo, Candanedo, Candeleda, Cantavieja, Candanal... Igualmente procederían de esta misma raíz antiguo-europea algunos de los nombres comunes con origen más antiguo: canto, candedo, cancho, canchala, gándara... Y ‘canda’ formaría asimismo parte de otros teónimos hispanos como Cantiicus, Candie­doni, Cantunae­cus, Candeberonius… y galos como Candidus, Candua, Cantismer­ta.

 .................…………………

 Otra advocación supra-local sería la del dios guerrero Aeiodaicinus, presumible deidad de las armas documentada en dos inscrip­ciones epigráficas votivas, una procedente de Hontangas [Aeiodaicino Tautia Martia V S L], en concreto de un corral del pueblo en el que aún se conserva, y otra de la ermita San Felices en Villafranca de Montes de Oca, ésta con teónimo abreviado Aius [Aio deo L Vale us Reburri f Rerrus uotum s uit l]. Ambas se sitúan en la provincia de Burgos mediando entre ellas 120 km, pero dado que comparten raíz se vienen considerando relativas a una misma deidad, por lo que incluimos a este dios Aeiodaicino en la categoría supra-local.

Aeiodaicinus contiene el radical indoeuropeo ‘*aios’ al que se atribuye (Pokorny) significado de “metal”, más concretamente “bronce” (latín aeris). A su vez la segunda parte ‘daicino’ se puede descomponer en ‘*dai / daio’ (dios) y ‘*genos’ (linaje); lo que muestra a una deidad extemporá­nea vinculada con el mundo de las armas… ¡de bronce! “El surgido del bronce” o “hijo del bronce” o “dios del linaje de bronce”, a elegir. En un sentido aproximado tendríamos ‘*ágyo-’ (combate) y ‘*dago-’ (bueno). Reforzaría esta atribución guerrera la procedencia del mismo Hontangas de otra inscripción votiva a Hércules [Herculi pro voto usor os], culto que además de apoyar el carácter guerrero de Aeiodaicino anunciaría su más que probable asimilación posterior a Hércules.

Tanto Aeiodaicinus como Aius proceden de ubicaciones incluidas en tiempo romano en territorio del Con­ventus Cluniensis, una entre arévacos y la otra entre turmódigos.

 .

  Deidades supra-regionales

 De ámbito supra-re­gional y probable carácter soberano tenemos a Trebarune, deidad con la que cerraremos el presente articulillo. Algunos autores interpretan a esta diosa como deidad guerrera em­parentada a Victoria, otros la consideran paredro del dios Reue y otros aun la presentan como diosa nacional de los igaeditani (Lambrino et alii). Sin descartar ninguna de esas tres atribuciones y teniendo en cuenta que Trebarune no presenta apelativos propios de gentilidades o topónimos, y por tanto sus funciones exceden ese ámbito, entiendo que se trata de una divinidad supra-regional de carácter supremo que recibe culto entre lusitanos y vettones.

En la zona lusovetona se documen­ta en inscripciones de Caurium [Crissus Talaburi f Aebosocelensis Tebaroni v s m l ], Augustobriga y Capera, en la provincia de Cáceres. También en Fundâo y Santo Do­mingos de Rana, Cascais [ Triborunni T Curiatius Ru­finus l a d ], así como en Lardosa, Penha García e Idanha a Nova [Trebaronna Protae Tancini f acer d s p mo G Fron Camal], éstas en Castelo Branco.

Sin embargo su mención más conocida proviene de la importante inscripción rupestre en lengua lusitana de Cabeço das Fráguas, en Pousafoles do Bispo, Sabugal (Guarda), dedicación que recoge una especie de souvetaurilia (sacrificio de cerdo, cordero y ternero machos) cuyo texto es el siguiente: […Oi­lam Trebopala indi porcom Lab­bo commaiam Iccona Loiminna oilam usseam Trebarune indi taurom ifadem Reve Tre …] Sobre esta diosa vendría a decir: «ove­ja del año para Trebarune». En esta inscripción aparece junto a otras dedicaciones a los dioses Reue, Labbus, Trebopa­la e Iccona Loiminna, y aunque algunos autores (Unter­mann y Búa Carballo) consideran que las únicas dei­dades consignadas en Cabeço das Fráguas serían Reue y Trebarune actuan­do en relación de paredría, el hecho sin embargo de figurar las deidades descartadas en otras inscripciones vendría a desarmar esa impresión. Para terminar apunto una propuesta de Alarçao que por contra me parece interesante: Trebarune sería una diosa soberana de primer nivel, esto es: deidad protectora de los lusitanos, en tanto que Reue lo sería a su vez de lusitanos, vettones, galaicos y astures.

Trebarune es teónimo compuesto a partir de la raíz céltica ‘*treb-’ (casa, linaje, pueblo) al que se añade una voz indoeuropea ‘rune/arune’ que podríamos emparentar con Arus, epíteto teonímico del dios guerrero Cosus y voz indoeuropea de carácter igualmente guerrero (p.ej. el griego Ares). Tendríamos así una diosa del «linaje guerrero».

Por otro lado tenemos la propuesta formulada por D’Arbois de Jubainville en relación a la voz germánica ‘rune’, cuyo sentido sería «oculto, privado, secreto». En este caso el teónimo Trebarune arrojaría un significado de «la del secreto de casa», «custodio oculto de la tribu» o sin ir más lejos «la cosa nostra». Esto asociaría a Trebarune nada más y nada menos que con la señera institución de la devotio, otorgando así a la diosa un carácter tutelar sobre pactos de sangre y juramentos, lo que no parece descabellado.

En otro sentido se manifiestan autores como Blanca M. Prósper, quien propone para ‘arune’ la voz indoeuropea ‘runis’ (arroyo), postulando así una relación semántica del teónimo con el mundo acuático que nos llevaría a «nuestra propia diosa de las aguas»; interpretación ésta que sin desbordar el sentido local de la raíz ‘treb-’ (casa, linaje, gens), al presentar sin embargo numerosas recurrencias por territorio de vettones y lusitanos permitiría respetar la categoría de deidad supra-regional que venimos asignando a esta diosa.

Pero con todo apostamos en suma por una condición polifuncional de carácter supremo, consideración que además de no excluir otras hipótesis nos presenta a Trebarune como una de las diosas principales del panteón hispano.

 ..........................................................……

 Pues éste sería el orden en que se viene clasificando esta nómina de los dioses nativos. La mayoría procede de hallazgos epigráficos redactados casi en exclusiva en alfabeto y lengua latinos, y de esas piedras poco más podemos arañar que cuanto se deduce del lugar del hallazgo, del propio nombre del dios consignado y del limitado texto que suele acompañarlo. Aun así contamos con una dilatada colección de cromos que no deja de animarnos a completar el álbum de este Olimpo hispano indoeuropeo. 

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Breve apunte sobre los pueblos galaicos

Galaicos o gallaeci es la denomi­nación “administrativa” que reciben en conjunto las gentes de Gallaecia, un nombre genérico derivado del particular de un pueblo al sur de su territorio: los callaeci, tribu sometida por D. J. Bruttus en 138 a.C. so­bre el Duero, junto al actual Oporto, de la que curiosamente surgiría también el propio nombre de Portugal (‘Portocale’ es unión de ‘porto’ con el nombre de la ciudad epónima de este pueblo de los callaeci: ‘Cale’ o ‘Calem’)

De tal que por “galaicos” aludimos a un mosaico de pueblos que si bien comparten la misma cultura “castreña” manifiestan un origen étnico diverso: autóctonos del Bronce Atlántico e indoeuropeos “occidentales” en su mayoría, junto a algunos grupos de etnias astur­cántabras, célticas y meridiona­les. Así se interpreta que antes de las guerras cántabras los pobladores de la franja cantábrica de Gallaecia (también de las actuales Astu­rias, Cantabria y Vizcaya) serían gentes de etnia astur-cántabra; mientras que sus territorios al sur y al occidente estarían poblados en exclusiva por antiguas etnias de cultura indoeu­ropea “occidental” procedentes del Bronce Atlántico, gentes que resultarían débilmente orientalizadas durante el Hierro Inicial a través de rutas interiores y marítimas por influjos tartésicos (orfebrería, armas, adornos...), y un tanto celtizadas (mejor celtiberizadas) ya en el Hierro I a través de la cuenca interior del Duero portugués por otros influjos “mesetarios” que les transmitieron el uso generalizado del hierro, algún tipo de fíbulas y armas, defensas antecastro... y otros elementos presentes luego en su cultura material.

Unos y otros forman el conjunto heterogéneo de pueblos galaicos que la administración romana repartió en dos conventos jurídicos: el Bracarum al sur y el Lucensis al norte. En el Conventus Bracarum quedarían incluidos los bracari, callaeci, turodi, bibali, nemetati, tamagani, avobrigenses, limici, grovii, querquerni, coelerni, elaeni, auregensis… y en el Lucensis los lemavi, seurri, cileni, capori, arroni, artabri, tamarici, praesamarchi, neri, baedi… Pueblos todos y territorios que con la posterior supresión de los conventos jurídicos por la reforma de Diocleciano serían integrados en la nueva provincia romana de Gallaecia, recibiendo así el nombre de gallaeci.

Sobre su religión y cultura los clásicos mencionan una serie de costumbres que les resultaron arcaicas y extrañas, como la práctica de calentar piedras para hervir el agua, el uso de manteca en lugar de aceite, su pobre vestimenta, la ausencia en sus casas de lechos para dormir, el abigeato generalizado (hurto de ganados), la feroz defensa que hacían de sus libertades (ya que anteponían éstas a su propia vida, optando mejor por el suicidio que por el cautiverio), la entrega a las mujeres de la propiedad (y labores) de la tierra... ¡y su llamativa carencia de dioses!

Esto último supone ser un gran error ya que se trataba en realidad de carencia de iconografía y representación de los mismos, por demás que de otro lado también se alude a la práctica entre ellos de cultos lunares, como los celtíberos, y al carácter tabú del nombre de sus dioses. Se les señalan además sacrificios humanos (como entre cántabros, vettones y lusitanos) y equinos (como los cántabros) a una deidad de la guerra asimilada a Marte, probablemente Cosus, junto a una serie de cultos a núme­nes naturales como fuentes, ríos, montes… Cultos que hoy en día verificamos merced a una profusión de advocaciones epigráficas que aquellas gentes nos dejaron. Añadir también que Silio Itálico les atribuye la cualidad adivinatoria mediante el vuelo de las aves, el estudio de las vísceras y el fulgor de los relámpagos.

Y constatamos que los galaicos debieron contar asimismo con un rito de iniciación guerrera para jóvenes (también extendido entre lusitanos y vettones), una suerte de bautismo a la mayoría de edad guerrera con el que se relacionan las “pedras fermosas”: especie de saunas semi-subterrá­neas con aparato arquitectónico y relieves escultóricos presentes en algunos castros y citanias para tiempo ya romano (Coaña, Bri­teiros, Sanfins...). Son prácticas que parecen conciliar un ritual de tipo celtibérico con el arraigado fenómeno occidental de las fra­trías guerreras, cultos que estarían tutelados por deidades patronas de bandas y fratrías como Bandue o Cosus, y evidencian que estas sociedades castreñas occidentales tenían resuelta y encauzada la natural fogosidad de sus jóvenes sacralizando un período de aprendizaje guerrero, regulándolo y dirigiéndolo hacia el exterior, donde aprenderían lances de ataque y emboscada aplicándolos a otros castros. Con tales prácticas está relacionado el fenómeno del “bandidaje” (así descrito desde una óptica romana que cuando remite a enfrentamientos más serios aludirá a “guerrillas”). Estas prácticas del abigeato, antaño presentes tanto en el mundo arcaico mediterráneo como en el atlántico, pondrían en seria contradicción a estos pueblos todavía practicantes de las mismas con el mundo romano evolucionado, enfrentando así a un modo de vida “tradicional y sacralizado” con un sistema estatal que se presentaba como firme defensor de la propiedad.

Al igual que lusitanos y vettones, los galaicos cuentan en su territorio con numerosos santuarios rupestres, y entre éstos podemos citar Panóias en Vale de Nogueira, Pías dos Mou­ros en Valpaços, Pena Escrita en Montalegre, Penedo dos Sinais en Guimarâes, Penedo das Ninfas en Paços de Ferreira, San Trocato en Cenlle, San Vincenzo en Avión, Pedrón en Celanova, Castro de San Tomé en O Pereiro de Aguiar, Castro de Santa Ma­riña en Maside, Cruz da Pedra y Laxe das Rodas en Muros, Pena Furada en Coirós, Pedra Fita en Pedrafita do Cebre­iro, As Canles en Caneda, Campo Lameiro en Pontevedra…

Asimismo conocemos una buena nómina de deidades propias, romanas o sincréticas que recibieron culto por parte de estos pueblos, como sería el caso de Cosus, Bandue, Reue, Lugus, Nabia, Abne, Albocelus, Demorana, Lariberus, Oenaecus, Rea, Asurnia, Caepol, Frouida, Ocaere, Proinetia, Tameobrigus, Anufeson, Regoni, Verore, Edovius, Poemana… además de Ninfas, Matres, Genios, Lares, Júpiter, Marte, Diana, Apolo, Venus, Mitra… En ambos casos la lista ahora se antoja interminable.

Y pues el discurso del abate tiene siempre su remate, ya con este articulito dejo yo de dar la chapa.  

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El porqué de «Complutum»

La ciudad de Complutum, Alcalá de Henares, fue una fundación romana en llano destinada a albergar a la población de un antiguo oppidum carpetano situado en un cerro próximo a la misma, conforme a la habitual política romana sobre asentamientos en llano. Pero «complutum» es denominación romana con significado de «lluviosa», algo sorprendente por cuanto Alcalá de Henares no es lugar con más precipitaciones que cualquier otro de su entorno. Entonces… ¿por qué «Complutum»? “Pues vaya usted a saber”, ha sido el dictamen aceptado durante siglos.

Y así hasta el descubrimiento de una moneda en signario ibérico, un as de bronce de la serie celtibérica del jinete lancero que presenta epígrafe Konbouto Ikesenkom, cuyo primer término «Konbouto» no solo facilitaría su identificación con la ciudad de Complutum sino que explicaría el sentido del nombre latino de la misma: una simple asimilación fonética del sonido «konbouto» que adaptado al oído romano forjaría el «complutum» que ha llegado hasta nosotros.

Es evidente que el término «Complutum» se ajusta al fonetismo de «Konbouto», pero veremos qué nos dice la semántica sobre este antiguo topónimo Konbouto Ikesenkom. Aunque ‘konbouto’ podría sugerir procedencia de la raíz céltica ‘*komb-’ (curvo, torcido), en relación a la curva del río Henares a su paso por Complutum, creo sin embargo preferible leer ‘kon-bouto’, donde ‘kon/m-’ es partícula habitual en toponimia celtibérica como prefijo o sufijo que indica “común, comunidad”, y a su vez ‘bouto’ remontaría al tema indoeuropeo ‘*bhoudi-’ (: victoria). Tendríamos así un significado más arcaico pero similar al céltico ‘Segobriga’: “comunidad o ciudad victoriosa”, y se trataría del topónimo. Por otro lado ‘Ikesenkom’ aludiría al étnico y podríamos dividirlo en ‘ikes/en-kom’, de donde ‘ikes-’ remontaría al indoeuropeo ‘*eku’, (o ‘*ekas’ e ‘*ikas’), con significado de “caballo”; ‘en-’ sería modificador con sentido de oficio (‘-ero’ castellano, ‘-arius’ latín) que nos llevaría a “jinete, caballero” (‘ikes+en’); y por último un nuevo añadido de la partícula céltica ‘kom’ mencionada arriba: “comunidad”. Recapitulamos en “ciudad victoriosa (‘konbouto’) de los caballeros (‘ikesenkom’).

Indicar al respecto que sobre un núcleo lingüístico precéltico (‘bouto’ en lugar de ‘seg-’, ‘ikes’ en lugar de ‘epo’), seguramente el indoeuropeo indiferenciado (antiguo-europeo) que Blázquez atribuye a los carpetanos, se añaden prefijo y sufijo propiamente célticos y comunes en las cecas de sus vecinos celtíberos belos: ‘kon’ y ‘kom’; como podemos observar en topónimos propios de ese pueblo: Kontebakom, Konterbia, Belaiskom, Sekaisakom

Tendríamos aquí un ejemplo del proceso de celtiberización lingüística sobre el antiguo sustrato “indoeuropeo occidental indiferenciado” común a todo el área indoeuropea peninsular. Y a través de este caso, donde una simple moneda nos aclara el sentido de un topónimo, vemos cómo la numismática antigua contribuye por su parte al conocimiento histórico.

 

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Mitos y megalitos

Distintas mitologías ponen de manifiesto una misma situación: el cambio de un sistema de creencias neolítico de tipo matriarcal por la soberanía de un dios padre, un dios solar y masculino como aquellos que todos conocemos: Ra, Zeus, Baal, Zoroastro, Odín, Júpiter… Estos surgen en un tiempo que discurre en paralelo a un cambio de signo en el mundo megalítico: dolmen por menhir. Y aunque dichos mitos reflejan el presente de un dios padre que habita en su Walhala y gobierna a los humanos, también refieren por fortuna el episodio de su propia procedencia; de modo que al hablarnos del origen del dios padre no solo describen a sus antepasados sino que además dibujan a los nuestros.

Para mejor comprenderlo lo veremos a través del caso que nos es más conocido: los mitos griegos. Tenemos así que el padre de los dioses, Zeus, es hijo a su vez de Rea y Kronos, un hijo emancipado que escapando a su destino se convierte en un dios padre que vendrá a cambiar la humanidad, dios solar de cuyo influjo surgirán los héroes, los imperios, las civilizaciones y la propia historia. Zeus llegó para cambiarlo todo, con él surgió el medir del tiempo, el imprevisto, el individuo... y en un mundo megalítico dominado por el dolmen, con él surgió el menhir.

Pero hablemos de sus padres. Rea y Kronos eran dioses en un mundo diferente de signo contrario, un mundo cíclico y eterno donde Rea paridora no deja de dar hijos a un Kronos redundante que siempre los devora. Se trata de un tiempo sin tiempo, donde aún no existe el individuo y los humanos solo reconocen la identidad del clan. Pero he aquí que el clan es permanente, es un cuerpo eterno, sus miembros nacen uno a uno en el útero del clan, el dolmen, y al morir ya son sembrados en ese mismo dolmen; de donde sus espíritus serán más tarde rescatados para una nueva vida entre los miembros de su clan. Una y otra y otra vez y volvemos a empezar. En el dolmen se nace y se brota y en el dolmen se siembra, allí se deposita el cadáver igual que una semilla, es la aplicación del conocimiento agrario sujeto a un ciclo permanente: semilla―planta―semilla.

Si observamos la dispersión original de estos dólmenes veremos que se ajusta a zonas adecuadas al pastoreo o cercanas a la costa, lo que permite adivinar su adscripción a gentes de economía pastoril o entregados a la pesca y marisqueo. Y entre estos pueblos concedemos su autoría a clanes dominantes conocedores de las técnicas neolíticas de domesticación animal, primero, y ostentadores después del control de los recursos metalíferos: explotación aurífera inicial y posterior trabajo en frío del cobre hacia el final del cuarto milenio. Aún pasará un tiempo hasta el dominio de su fundición y su presencia en ajuares funerarios, hechos que se suelen situar –en el sur― mediando el tercer milenio. Eran clanes que ocupaban posición de privilegio en aquella sociedad, lo que sin duda habría de traducirse en la reserva de mejores pastos y ganados, y serán ellos los que erijan tan monumentales panteones.

Pero estos dólmenes parecen algo más que panteones, son cistas cuya forma original recuerda a la vulva femenina, construcciones que sugieren una estrecha relación entre dólmenes y hembras, que evidencian su carácter de santuarios de muerte y nacimiento, cuevas donde honrar y proteger a los antepasados hasta llegado el momento de darles nuevamente a luz. Sólo como referente para el retorno cíclico de sus muertos, y útero además para el alumbramiento de sus hijos, podrá el dolmen garantizar la permanencia del clan.

Para estas gentes la vida devorada por Kronos retornaba a fecundar a Rea, la madre tierra, donde el espíritu del muerto permanecía en gestación a la espera de ser rescatado por otro alumbramiento. Creencia que nos habla de embarazo escatológico de Rea y génesis precoz del culto a Kronos, práctica geofágica que suponemos en el origen de la costumbre humana de enterrar a sus muertos, cuyos cadáveres se sepultaban a efectos de sembrar el espíritu en la tierra, de incubarlo dentro de la misma y propiciar así un nuevo embarazo de la madre Rea. Esto explicaría la postura fetal que presentan los cadáveres, el aporte que se aprecia en el suelo de dólmenes y túmulos de tierra humífera y limpia ajena a la zona, y también, avanzado ya el megalitismo, la mezcla en esa tierra de las propias cenizas del cadáver; hechos que indicarían una progresiva depuración de creencias que acaban imitando el fenómeno observado del poder abonífero de tierras y cenizas. Ya Morgan y Obermaier (1) interpretaron este aspecto como experiencia agrícola, conocimiento básico del mundo neolítico. Nada más lejos de un estímulo profiláctico o un especial sentimentalismo a sus despojos, al sepultar al cadáver se ponía en juego el propio futuro de su espíritu, para el que no quedaría esperanza de retornar al mundo de los vivos de permanecer tirado e insepulto, como cualquier semilla. Lo tenían claro: tan solo el fecundo vientre de la madre Rea tenía capacidad de generar de nuevo aquella vida devorada por Kronos, y el hecho de hacerlo a cobijo del dolmen propiciaba la oportunidad de recuperar para el clan el espíritu del muerto. ¿Pero cómo?

Veamos el proceso: dentro del útero dolménico, sobre las mismas sepulturas, darían a luz las hembras del clan depositando al nacido en tierra (2) para que así rescatara el espíritu de algún antepasado; un espíritu sembrado y abonado que aguardaba ya impaciente que le dieran nuevamente a luz. Con posterioridad lo sacarían a hurtadillas al exterior por ese agujero frontal que suelen presentar hacia el naciente aquellos dólmenes tan básicos (3), y esto harían al objeto de que el clan contemplara a su nuevo miembro y los dioses entendieran que era un hijo de ese dolmen; conociendo así su divina progenie respetarían la vida de la madre (4). En estas sociedades clánicas, donde el parentesco genético es caprichoso y difuso, el dolmen se constituye en verdadero progenitor del clan. Más que el clan al dolmen es el dolmen quien construye al clan, y será en el dolmen donde resida la identidad del clan. Solo quien nazca del dolmen formará parte del clan, y no importan así los apareamientos aleatorios de sus hembras ya que éstas, a fin de cuentas, permanecen siempre desposadas con antepasados del dolmen y del clan (5). La estabilidad queda así garantizada durante generaciones en ese interminable ciclo de muerte y nacimiento, los espíritus permanecen inalterables formando siempre parte de su clan, bien a bordo de una vida o esperando en el vientre de Rea la siguiente.

 

Y este sería el mundo de los padres del dios padre, el tiempo aquel del tiempo detenido, el imperio de los dólmenes de Rea y Kronos. Después llegará Zeus, el dios padre, y con éste aquellos otros megalitos que parecen empujar al tiempo prodigando su energía seminal entre los hombres: los menhires. Enhiestos rayos del poder genésico, poderosos falos que alimentan y embarazan a un mundo celeste, espinas solares y padres del espíritu del hombre. El menhir sugiere en gran medida la rebeldía de Zeus, el espíritu enfrentado al tiempo, a la tierra, al orden natural simbolizado por el dolmen de Rea y Kronos. Este enhiesto megalito representa un estigma que opera en la génesis humana, la rebeldía que empuja a hurgar el imprevisto, que impide que la humanidad se pare y se detenga. Es la misma rebeldía de Zeus frente al ansia devoradora y permanente de su padre Kronos, la misma que inducirá más tarde a un joven Prometeo a enfrentarse al mismo Zeus, monarca ya y conservador, la que cuestiona y vulnera el sistema establecido. Y aunque aquellas gentes megalíticas no llegaran a saberlo, el caso es que estaban presenciando el nacimiento de la religión moderna.

Desconocemos si estos menhires representan manifestación complementaria de una misma cosmogonía dolménica en proceso ya de evolución, o cultos enfrentados de sociedades diferentes aunque contemporáneas, o simples templos opuestos en el signo y alejados en el tiempo. Tanto da. Bástenos saber que unos y otros reportaron impagables servicios a sus hijos: mientras los dólmenes emparentaban con titanes, otorgaban el prestigio de contar con difuntos poderosos y verificaban sus clanes en una sociedad carente de otros parentescos (6), los menhires empujaron por su parte a ver más mundo, a conquistarlo, a entender las cosas, a rebelarse una y otra vez contra el destino.

Fueron tiempos que corrieron a lo largo de los milenios tercero y cuarto, asomados en algún caso al quinto y derramados al amanecer de la Edad de Bronce del segundo. Tiempos que ahora ya son parte irrenunciable de nuestro oscuro pasado.

 

NOTAS

 1). Tanto Obermaier (El hombre prehistórico y los orígenes de la humanidad) como J. Morgan (Humanidad prehistórica) postularon que la observación empírica de que tras los incendios las plantas quemadas se reproducían más y mejor induciría al convencimiento de que otro tanto ocurriría con el hombre. Planta-ceniza: nueva planta; hombre-ceniza: nuevo hombre.

 2). Costumbre generalizada entre los pueblos antiguos conocida como «levatio de terra», que consistía en tender al recién nacido en el suelo simbolizando su alumbramiento por la tierra. En la mitología latina era la diosa Levana la encargada de rescatar al niño del vientre de la tierra. Comadrona en francés es leveuse, en catalán llevadora, ambos de levar, levantar. Entre los antiguos arios la madre dejaba al niño en tierra tras darlo a luz, siendo el padre el encargado de levantarlo. Sobre una especie de silla sin patas que semejaba un dolmen invertido (una lancha sobre el suelo sobre la que descansaban otras dos losas perpendiculares) parieron las reinas de Egipto desde los tiempos de la VI dinastía (3000 a.C.). Y también de una roca nacería el dios Mitra.

 3). Los habituales orificios en la pared frontal de los dólmenes básicos, interpretados como accesos para proveer de sustento a los difuntos, creemos más probable que representaran el orificio del útero, puerta para el naciente (precisamente su orientación es siempre al naciente), vulva para el difunto rescatado y dado a luz.

 4) Nos referimos al fenómeno de la covada, ritual antropológico que consiste en hurtar a la parturienta de la vista de los espíritus a fin de no excitar su envidia y preservar la vida de la madre en ese momento delicado. El móvil sería la debilidad e indefensión de la madre ante el presumible enfado de los dioses por atreverse a traer una nueva vida al mundo; el subterfugio que otra persona, animal o cosa apareciera ante ellos como parturienta, papel que generalmente recaía en el hombre. Es probable que sus manifestaciones más antiguas corrieran a cargo de covadas de tierra o covadas de roca, pasando con posterioridad el honor de la paternidad totémica a árboles y animales, y recayendo finalmente en el esposo.

 5). Extremo documentado en pueblos primitivos de Australia y el oriente sudafricano, donde la mujer se esposa simultáneamente con el marido y uno o varios antepasados. Entre los A`Kamba, por ejemplo, lo hace con el marido y su más reciente antepasado. 

 6). La humanidad conoció con mucha antelación el parentesco clánico respecto al consanguíneo. En época posterior éste se verificará mediante la paternidad del tótem del clan, y todas las tribus tendrán su tótem. Por el momento, en esta sociedad megalítica, tan sólo los clanes del dolmen contarán con una identidad familiar definida.

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Del muy antiguo cuerpo de espejeros

¿Sabían ustedes que hace ya mil años las noticias enviadas desde Soria eran ofrecidas a palacio, en la misma Córdoba, en apenas par de horas?

Postas de señales vertebraban todo el territorio califal dibujando una eficaz y bien canalizada red de información cuyos nudos eran torres y castillos, ciudadelas, minaretes y atalayas, todos provistos de su altura y espejero, visibles y vigilantes cada cual de su próximo relumbre en ambas direcciones de la cuerda, una más de las que convergían señales hacia el núcleo andalusí.

Gente prevenida como ellos no tardó en reparar que su finca andalusí quedaba en el solar de la vieja Turdetania, país en torno al Betis milenio y pico antes y regio donde torres y espejeros ya oficiaban el servicio de "correos" cuando Aníbal. Así pronto no dudaron en que fuera conveniente restaurar las arrumbadas e ingeniosas hannibalis turres, antiguos ingenios militares celebrados por los clásicos.

Pues aún veremos cómo antes que ellos el propio Aníbal reparó a su vez en aquella antigua práctica del «pásalo», entonces descuidada por las tierras de los descendientes de Tartessos, de modo que este príncipe cartaginés aplicó al oficio su eficacia reparando o levantando torres y atalayas y extendiendo su control a nuevos territorios. Esto es, Aníbal no sería más que el impulsor de las entonces decadentes "brigadas del espejo", porque indagando en estas postas al servicio de Cartago descubrimos que las mismas militaron por la zona cinco siglos antes ya de Aníbal (y 17 antes de Almanzor), cuando aquella zona experimentó un fenómeno imprevisto e impensable por entonces ―desde el mismo calcolítico aquello no pasaba―, un fenómeno relativo a nuestro asunto del espejo: la ocupación agrícola de las campiñas.

 ¡Cosa de locos. gentes apostando sus poblados en el llano y sin defensas! Pues sí, tal hicieron éstos, los tartessios, que allí colonizaron campos, roturaron parcelas y formaron poblados. Es obvio que un período tan temprano y en paz ya nos habla de cierta autoridad ejerciendo un sólido control del territorio, y así parece que aquellos indefensos campesinos de llanura se acogieron confiados al resguardo de un control visual por sus núcleos de tutela, asentamientos hegemónicos, ciudades fuertes y elevadas que ejercían su control sobre los campos… ¡disponiendo torres de señales a cargo de espejeros! Obulco, Itucci, oppidum de Villargordo… ciudades subsidiarias a su vez de aquel señor más fuerte (según otros más santo) que ejercía superior jurisdicción desde ―bendito sea el lugar donde se guarde― la mismísima Tartessos.

Así bajando bajando ya vemos que esta práctica del «teledestello» pudo aquilatar también aquellos territorios en un remoto hogaño del siglo VII a.C. Y no sería de extrañar pues de galgo le venía aquello al próspero tartessio, cosa de terca e inveterada tradición. Pues sí, no en vano sus antepasados, los curetes, aquellos montaraces pobladores del tartessiorum saltus, grupos ganaderos de inestable paradero, gentes que ocupaban las alturas ejerciendo autoridad sobre pastos, pasos y caminos, ya gastaban muuucho tiempo recostados observando a su ganado y esperando ver pasar a gentes transeúntes a quienes quedar agradecidos. «Esto para ti porque te respeto», dirían los transeúntes ofreciendo de lo suyo y esperando recibir también alguna cosa. Y sí, aquí también acudiremos ―como está cantado― al encuentro tópico de indios y educados, donde pieles, metales, esclavos y hembras les fueron ya sobrando a los curetes a medida que mordían manufacturas y bienes de prestigio procedentes tanto de su coetánea Cultura Atlántica del Bronce como del Mediterráneo.

Y a eso íbamos, a las manufacturas, ya que una de éstas de carácter principal, principalísimo, sin duda era el espejo. No lo diría de no integrar en muchos casos esta pieza la muy escasa nómina de imágenes que nos deja por legado aquella gente pretartessia en sus célebres «estelas del suroeste». Un catálogo de apenas medio centenar de estelas representando guerreros-pastores con espadas, escudos, carros, perros, fíbulas, hachas, lanzas… ¡y también espejos! Imágenes que dejaron los curetes consignando en sus estelas cuantos atributos nos mostraran el poder y las hazañas del guerrero señalado, reportando su panoplia bien cumplida; allí sus armas todas, aquel ciñó la espada, éste tuvo carro, el otro usó el escudo y además… ¡¿compró un espejo a su señora?!

¡No, por Dios, qué barbaridad! Y no es que no cupieran en aquellas tribus de la edad de bronce los guerreros presumidos, que cabían, y mucho, más sin duda que sus hembras; pero el verse y el mirarse no dan cartas suficientes para incluir ese elemento en la mismísima panoplia. ¡No en la panoplia! ¡A ese fin tan elevado un espejo de mirarse no daría la talla! Aunque sin duda la daría destapando su evidente condición de arma, tan solo así accedería este elemento a figurar en su epitafio, un arma que dispara avisos perentorios entre riscos, que depara con destellos alejados ventajas decisivas a unas tribus con cuadrillas apartadas.

Y de ahí presumimos al curete pueblo creador de aquellas antiguas "brigadas del espejo", elementos militares de defensa que algunos siglos después retomarían sus descendientes los tartessios, de quienes pasados otros cuantos siglos las habría de usar también el mismo Aníbal, y las que quedando luego allí olvidadas durante un milenio largo serían de nuevo rescatadas por el califato de Córdoba, así como decíamos al principio.

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Un orgenomesco afortunado

Días atrás su decisión quedó tomada: acudiría a un lugar sagrado a tomar su decisión. Y ahora, a punto de cruzar el río y pisar territorio camarico, se paró por un momento y volvió la vista a su tierra orgenomesca que dejaba muy atrás. Pero sólo fue un momento. Cerca le esperaba una respuesta en las fuentes sacras camaricas.

Continuó hasta el río y descubrió al balsero en medio de aquel cauce, esperaba que el trabajo le llamara de una u otra orilla pues con ambas promediaba y entre ambas disponía, amarrada en sendos troncos, de una soga que servía de impulso y guía para el cruce. Y tal le pareció su propia situación, también aguardaría que una voz sagrada le llamara a una u otra parte: hasta Sertorio y la fortuna o de vuelta hacia su patria. Como aquel balsero.

    —¡Eh muchacho! ―escuchó decir entonces a su lado.  

Era un viejo miserable recostado contra un fresno. Y no estaba allí solo, a sus pies había un perro que lucía tantas calvas como pelo negro le quedaba. Y pareció al mozo que perro y viejo le servían de refugio al hambre, se veían tan flacos y necesitados que de no tener pellejo, o de no llevarlo puesto, viendo mondos tantos huesos puede que el uno al otro se royeran.

    —¡Eh muchacho! ―insistió el viejo― ¿Pasarás el río? Atiende hijo, permite que cruce yo contigo y quedará para ti esta piel de liebre.

    —¿Y cómo no la dio al balsero, buen hombre?

    —El balsero no es un hombre bueno, pide por el paso medio bronce y siendo pellejo pide cabra o pide zorro, ¡que de liebre quiere tres el malnacido! —se lamentaba—. Y aquí todo lo ves muchacho… más no tengo, por no tener no tengo ni a este perro, que él a mí se vino y él a mí me tiene. ¿Cómo sino estaría a mi lado hartándose de ayunos?

Luego de dar noticia de su estado la dio también de su nombre y su nación: Coronos, cántabro como él pero del pueblo camarico. Y aún la dio el viejo de su oficio, pues supo que fue por muchos años aguador, que lo fue por más tiempo del debido, por no dejar ocioso a un asno último que tuvo, y que debió marchar hacia Palantia cuando allí marchó su hijo.

    —Y quedé aquí solo como un necio, que luego me murieron mismo día el asno y el oficio y así murió Coronos para amigos y clientes, y buscaban ya mi compañía las miserias y solo el hambre visitaba mi casa cada día… Que no les queda a mis despojos otra dignidad que el fuego y acudo ya a entregarle mis cenizas al hijo que marchó para Palantia.   

Mucho conmovió al mozo la calamidad del viejo, y aceptó encargarse de su cruce por el río. Pero más le sorprendió que encaminara sus pasos a Palantia, donde él mismo, de pronunciarse las fuentes favorables, acudiría a unirse a las tropas de Sertorio en busca de fortuna. Tomó al cabo aquello por coincidencia caprichosa y nada dijo allí de su propósito. En esa confianza ya lanzó un grito al almadiero, y éste, atendiendo a su llamada, liberó el nudo de la amarra y agarró la soga moviendo la balsa hasta la orilla. Al llegar el de la balsa se llegó a su vez a él señalando al viejo y mostrando sus dos manos, le informaba que medio bronce había en la una y una daga había en la otra... y que de una u otra mano cobraría por pasar a todos en su balsa. Y pasó el balsero a todos por el medio.

Luego al otro lado ofreció el viejo su pellejo al mozo, que renunció al regalo pidiendo a cambio que rogara a los dioses por su causa, pues él mismo se dirigía a las fuentes sagradas por asunto de importancia .

    —Descuida hijo, rogaré por que traigan para ti fortuna —ofrecía el viejo—, pero sabrás que los dioses no escuchan los ruegos de los hombres. Créeme hijo, mira, hace tiempo y viendo que no hay hombre que no espere más fortuna también llevé mi ruego al manantial sagrado, y allí exclamé como un demente necio: «Señora de la Mano Abierta, sé que eres de ordinario sorda y ciega para torpes y gastados, que afean tus virtudes la edad y la pobreza y solo en gente joven fijas tu mirada por servirte en ellos de estandarte…. Pero óyeme Señora, vuelve tu atención a este pobre viejo, procúrame riquezas y tendrás empacho en mofas, deposita en Coronos tu mirada y seré para ti el viejo rico y bobo que casa a mujer joven y ella luego se entretiene con alguno a la vista de todos, o seré el ajado que ronca babeando en las reuniones del consejo, o ese viejo vanidoso que cuelga alamares en su barba y luce lindo airón de plumas para tomar gallardo su montura… y caer como un imbécil ante todos del caballo. ¡Numen de las fuentes, dirige a mí tu pródiga mirada y hártate conmigo de burlas y divertimentos, a tu disposición me pongo de gracioso, sírvete de este viejo idiota y disfruta las locuras que promete para ti Coronos!» ¿Lo ves hijo? Pues eso dije yo en las fuentes rogando esperanzado.

    —¿Y qué fue de su respuesta, Coronos? —preguntó el mozo aficionado.

    —Ya no la espero hijo, no la espero… Rogué entonces y volví confiado a mi desdicha, esperé atento muchos días observando las señales, aparté troncos por el campo y miré entre las piedras, acudí de noche a buscar mi premio hurgando entre los fangos de las charcas… pero no me contesto. ¡No me contestó en un año! Después quién sabe si mandó respuesta enviándome a este perro negrillo que desde entonces me acompaña, pues tengo para mí que andaría la diosa ahíta de necios y graciosos o sobrada en perros, ya ves lo insignificante que resultó allí mi voz. Pero descuida hijo, hasta llegar a Palantia rogaré por ti y por tu causa a La de la Mano Abierta, tú eres joven y acaso a ti quiera mirarte.

Y despidiéndose informó que de camino a las fuentes sacras encontraría el poblado camarico, donde fuera muchos años aguador, hombre honrado y conocido allí por todos, por lo que aún podría rendirle otro servicio.

    —Dicen que quien llega de parte de viejo al punto deja de ser nuevo, de modo que en mi nombre te servirás allí del aguador, Torkatos, hombre que me aprecia pues a él dejé el oficio. Pasarás la noche allí en su casa y luego de mañana él te llevará a las fuentes sin tropiezo. Acude al aguador hijo, preséntate en mi nombre al bueno de Torkatos.

Así agarraron viejo y perro su camino al sur y el mozo no tardó en perder de vista sus figuras afiladas. Entonces ya marchó hacia las fuentes sagradas del pueblo camarico, donde esperaba recibir respuesta favorable a su causa de fortuna, pues anhelaba alcanzar la gloria con Sertorio y volver después entre los suyos revestido de riqueza y dignidad.

 .............../............

 Encontró al aguador llegando al poblado camarico, a un tiro de piedra de la puerta la muralla. Se ocupaba en dar al asno en el arroyo el agua de la tarde y a sus cántaras un último viaje.

    —¡A ti buscaba Torkatos! 

Y allí mismo presentó las garantías y señales que tomara de Coronos, dando parte de su propia condición de orgenomesco, de su viaje a Palantia para unirse a las tropas de Sertorio, y del momento en que ya le rebosaba en el arroyo la segunda cántara. Cuando alzó esa cántara el del asno también se apresuró a componer el serón para facilitarle su depósito. Después se sacudieron el barrillo de las manos y movió una de las suyas a su barba el aguador, que rascó en aquella parte en busca de respuesta. Cambió después a otra mejilla y escarbó también en ella, y como no encontrara tampoco allí certezas preguntó:

    —¿Coronos dices…?

    —El mismo, así es, el aguador Coronos… El hombre que dejó en tus manos este oficio.

    —¡¿Coronos…?! ¡¿Pero acaso vienes a soltar en mi barba tu meada?! ¡¿A eso vienes muchacho?!

Luego de digerir su desconcierto hubo aún de demostrar su honestidad el mozo, ofreciendo al descompuesto camarico prueba suficiente de la rectitud de sus palabras. Ya conforme éste y otra vez compuesto pasó su mano abierta por la boca y la barbilla, se apoyó en el asno, tomaron ambos aire acompasados, y rebuznando luego el asno descargó también respuesta el aguador.  

    —Escucha muchacho, no dudo de tu palabra pero esto no lo entiendo. No, no puedo entenderlo… Verás hijo, el caso es que han pasado muchos años desde que Coronos dejó en mis manos este oficio, muchos, tantos que yo aún era un muchacho. Y sabrás que no dejó Coronos hijos en Palantia, el pobre viejo no tenía hijos y no dejó aquel día de su muerte sino a un perro negrillo que aún anduvo rondando por su tumba más de un año.

 Entonces entendió que se vinieron a él las fuentes sin haber llegado a ellas, y esa misma tarde agarró de vuelta hacia su patria. Ya sabía que aquella de Sertorio era una causa perdida.

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Lo que más alarma en el infierno

Lo que más alarma en el infierno es el inquietante estado que muestran al atardecer los cielos. La imagen de un decoro lamentable, el pulso quieto y resignado, el gesto agonizante y esa terquedad en la porfía de una llama temblorosa… Son tan vulnerables.

Pero no nos confiamos, aquí estamos todos advertidos, ya sabemos que el truco del buen Dios es hacernos ver que al octavo se hizo bueno.

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El diluvio prometido

Hacía mucho tiempo que el anciano había construido ya aquel arca, mucho, tanto que de no ser hombre tocado por varita bíblica habría fallecido siete veces. Las bestias que albergaba eran ya lejanas descendientes de aquellas que aceptaron su palabra, pero allí seguían todas, esperando a bordo, aguardando el momento señalado que habría de llegar. Corrían los años y aquel anciano venerable pasaba los días dirigiendo las labores de sus nietos y biznietos, aplicados éstos a cuidar de todo, repartiendo afanosos el agua y las comidas, saneando uno a uno aquellos habitáculos, dirimiendo las disputas y manteniendo en suma saludable a toda aquella variopinta fauna que habría de poblar un nuevo mundo.  

Y así estaban las cosas cuando al fin se presentó el día señalado. Ya a media mañana aparecieron por oriente tres o cuatro nubecillas sueltas, después algunas más. Llegando luego la tarde llegaba el alborozo, grises y abultados nubarrones hablaban del milagro prometido inundando las miradas. Todos mudos y expectantes, un silencio prolongado que al rato rompería ya el propio Noé.

―¡Oh, un copo!― exclamó señalando al mismo con el dedo.

―¡Y otro!, ¡y otro!, ¡y otro!― repitieron luego los dedos de sus nietos y biznietos apuntando en todas direcciones.

Cuarenta años después cayó el último copo y cesó la pertinaz nevada. Justamente cuarenta, conforme estaba señalado. Aunque antes, mucho antes, apenas pasados unos meses, ya se lamentaban todos desde abajo de que un arca no flotara como Dios manda en la nieve.

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Fortines metalúrgicos celtíberos

Aquel día perdimos la mañana en Blancas, donde nada se nos dijo de la localización del fortín de Torregabasa, ni aun de su existencia; aunque fuimos cumplidamente informados de algunos episodios de la guerra civil, de los años duros del franquismo y de los actuales destinos y empleos de los hijos de dos ancianos que concedieron darnos pormenorizada respuesta a todo aquello que no les preguntamos. A la tarde y ya en Ojos Negros visitamos las minas de hierro y el poblado minero abandonado, luego el torreón exento y restaurado de un castillo del siglo XIV, y enfrente un hermoso molino de viento sobre un otero vigilante al pueblo. Una vez abajo, en el casco urbano, cuando al fin nos decidimos a preguntar por nuestras cosas acudimos a una gente que charlaba a los pies de un monumento, del que enseguida conocimos que fue erigido por el municipio en memoria a un artista extranjero que antaño visitó la zona, y también supimos de la oposición del cura y de otras cosas relativas a un cuñado del alcalde. Pero nadie allí nos dio razón de los celtíberos ni de las ruinas de Torregabasa.

 Así las cosas nos aventuramos a buscar aquellos restos por el campo, y recorrimos ramblas y caminos atentos a cualquier montón de piedras que pudiera decir algo. De tal nos asomamos a espigones, ascendimos a oteros, nos acercamos a casetas y corrales, visitamos parideras y majanos, y ya a la nona o décima incursión pudimos finalmente gozarnos del triunfo. Ante nosotros teníamos las ruinas de Torregabasa, los restos mejor conservados de aquella serie de fortines-fundición propios del territorio minero de la Celtiberia oriental. Se trataba en este caso de una estructura fortificada apostada sobre una pequeña elevación, ceñida por una rambla y enclavada en la extensa llanura que media entre la Sierra Menera y el Jiloca. Son ruinas que remiten a un núcleo orientado a la metalurgia del hierro, uno de los centros de proceso del mineral extraído de las minas de Sierra Menera, lugar donde elaboraban los herreros celtíberos aquellas espadas cuya calidad y eficacia propiciaría su temprana adopción por las legiones romanas: el gladium hispaniensis.  

 Torregabasa conserva buena parte del aparejo de sillar ciclópeo de su turris, un muro formado con piedras cúbicas de corte regular y grandes dimensiones, donde algunas alcanzan 90 x 90 x 120 cm. Sobre este primer alzado habría de elevarse otro de adobe o argamasa, quedando finalmente rematada toda la estructura por una empalizada. Se le presumen al fortín de Torregabasa funciones de horno de fundición, almacén de hierros y granos y ocasionalmente refugio. Y apostamos por que en torno al mismo habría de diseminarse una serie de viviendas y fraguas que darían al conjunto el aspecto compacto de un poblado. Algunos investigadores, siguiendo a Burillo Mozota, consideran que estos núcleos metalúrgicos serían emplazamientos dependientes de las ciudades celtíberas de la línea del Jiloca, con las que habrían de enlazar mediante caminos terreros como el que aún se dibuja paralelo a la actual carretera de Ojos Negros, caminos que servirían de enlace tanto con el Jiloca como con el foco minero de Sierra Menera.

 Por mi parte trataba de hallar allí sentado analogías al topónimo ‘Gabasa’, presumiendo para el mismo una procedencia antigua y desconocedor entonces de la existencia de una homónima Gabasa en la vecina provincia de Huesca. Recordé al efecto la ciudad que cita Ptolomeo entre los lusitanos surorientales: Kapasa, cuya reducción habría de caer hacia el límite Badajoz-Huelva-Sevilla, dentro de un territorio orientado como este a la actividad minera. También me vino a la memoria la epigráfica Res Publica Cabensium, junto a Campillos, Málaga, donde se documentan hornos de producción cerámica. Ambos topónimos recordaban a ‘Gabasa’ y ambos quedaban asociados a los hornos. Y a pesar de ser uno celtíbero e íberos los otros y antojarse así muy alejados para establecer su afinidad lingüística, recordé en auxilio de esa idea que esta zona celtíbera del Jiloca quedaría más tarde iberizada merced a la expansión del territorio sedetano, de tal que así pudiera… Y algo parecido me sucedió con la otra sugestión que me vino a la cabeza, ésta relativa al cuervo. Reparé que en toponimia actual contábamos al sur de Torregabasa con la población de El Cuervo, homónima a otra meridional (El Cuervo, Sevilla) donde se venía reduciendo una ciudad turdetana que compartiría raíz con nuestra ‘Gabasa’: Cappa, quién sabe si afectada por traducción semántica que la llevara a ‘cuervo’ o llegada ahí mediante simple decantación fonética. Reforzaba esta idea el considerar que el cuervo, ave abundante en el Jiloca, era por demás emblema del dios céltico Lugh, cuyo sosias autóctono Luguei figuraba asociado precisamente a un cuervo en el cercano santuario rupestre de Peñalba de Villastar… ¡próximo a El Cuervo de Teruel! «En fin, ¿quién sabe?», me decía observando el trasiego que se traían allí junto al fortín dos urracas a las que parecía importunar nuestra presencia.

 Divagaba, sí. Y a medida que observaba las ruinas de Torregabasa recrecían a mi vista sus arrumbes, se alzaban de nuevo poderosos sus muros y se remataban las empalizadas, los hornos, paredes y techumbres de las casas. Aquí y allá se llenaban de gente los espacios, había hombres y mujeres, ancianos y niños, fundidores y herreros, arrieros, leñadores, burros, perros y unas cabras que saltaban por los techos de las casas adosadas al muro de la torre. De una de estas casas vi sacar a dos chiquillos sendos capachos de tierra que arrojaron luego a un terraplén junto a la rambla. Y no volvieron de vacío sino que repusieron sus capachos con otra tierra nueva que acercaron a la casa, donde ya esperaba un hombre reclinado que vertiendo los capachos sobre el suelo cubrió alguna cosa rellenando el hoyo. Cuando terminó de tapar el agujero y regó la tierra comprendí de inmediato que se trataba de uno de esos célebres cultivos de hierro celtíbero, aquel hierro de crianza que cortaba miembros y cabezas como tocino. Eso era lo enterrado, aquellas barras de hierro forjado que enterraban por un tiempo los celtíberos para fomentar su herrumbre, esas que después desenterraban para despojarlo de ella sometiéndolo a otra forja, las mismas que enterraban otra vez de nuevo por más tiempo. Así una y otra vez hasta reducir aquel metal a su núcleo más puro e inasequible al óxido.

 Ajeno a nosotros, el poblado mantenía un discurso sostenido que aunaba el murmullo de la gente a los golpes de las fraguas, un concierto al que de forma ocasional concurría el rebuzno de algún burro, el reclamo de un cuclillo o el ladrido de los perros. Ese día vinieron a aportar también sus voces dos mineros que llegaban enojados increpando a gritos a su mula, bestia que por el estado deficiente de su carga me hizo sospechar que aún cobraba en azotes e insultos algún traspiés que sufriera de camino, tropiezo o espantada que acaso ocasionara el derrame de la carga y el esfuerzo en reponerla. Y así se fue focalizando por un rato la voz de aquel poblado, y pude oír después la pelea estridente de tres perros, gritos de chiquillos, risas convulsivas de mujeres y graznidos de algún cuervo. Y cuando ya sonaron las notas venerables de una sonata de Bach los demás sonidos huyeron aterrados como si tal fuera una alerta de acontecimientos pavorosos. Era el móvil de Carmela y yo apenas pude despedirme de los restos de aquel mundo en espantada.

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El deseo

Pareja es techo deseable, compromiso es muro que afianza un edificio, pero la casa entera es irrelevante para el vínculo afectivo. La criatura emocional se nutre del momento combustible: ambos egoístas y ambos desprendidos, abusar de tu oferente y ofrecerte hasta el abuso. Poner tu casa en el deseo, en esa inundación que tomando un cauce de pareja alcanza indemne el deleitoso mar.

Eso es el deseo.

¿O era el insensato aquel que se cargó al minodauro? 

menéame