Mitos y megalitos

Distintas mitologías ponen de manifiesto una misma situación: el cambio de un sistema de creencias neolítico de tipo matriarcal por la soberanía de un dios padre, un dios solar y masculino como aquellos que todos conocemos: Ra, Zeus, Baal, Zoroastro, Odín, Júpiter… Estos surgen en un tiempo que discurre en paralelo a un cambio de signo en el mundo megalítico: dolmen por menhir. Y aunque dichos mitos reflejan el presente de un dios padre que habita en su Walhala y gobierna a los humanos, también refieren por fortuna el episodio de su propia procedencia; de modo que al hablarnos del origen del dios padre no solo describen a sus antepasados sino que además dibujan a los nuestros.

Para mejor comprenderlo lo veremos a través del caso que nos es más conocido: los mitos griegos. Tenemos así que el padre de los dioses, Zeus, es hijo a su vez de Rea y Kronos, un hijo emancipado que escapando a su destino se convierte en un dios padre que vendrá a cambiar la humanidad, dios solar de cuyo influjo surgirán los héroes, los imperios, las civilizaciones y la propia historia. Zeus llegó para cambiarlo todo, con él surgió el medir del tiempo, el imprevisto, el individuo... y en un mundo megalítico dominado por el dolmen, con él surgió el menhir.

Pero hablemos de sus padres. Rea y Kronos eran dioses en un mundo diferente de signo contrario, un mundo cíclico y eterno donde Rea paridora no deja de dar hijos a un Kronos redundante que siempre los devora. Se trata de un tiempo sin tiempo, donde aún no existe el individuo y los humanos solo reconocen la identidad del clan. Pero he aquí que el clan es permanente, es un cuerpo eterno, sus miembros nacen uno a uno en el útero del clan, el dolmen, y al morir ya son sembrados en ese mismo dolmen; de donde sus espíritus serán más tarde rescatados para una nueva vida entre los miembros de su clan. Una y otra y otra vez y volvemos a empezar. En el dolmen se nace y se brota y en el dolmen se siembra, allí se deposita el cadáver igual que una semilla, es la aplicación del conocimiento agrario sujeto a un ciclo permanente: semilla―planta―semilla.

Si observamos la dispersión original de estos dólmenes veremos que se ajusta a zonas adecuadas al pastoreo o cercanas a la costa, lo que permite adivinar su adscripción a gentes de economía pastoril o entregados a la pesca y marisqueo. Y entre estos pueblos concedemos su autoría a clanes dominantes conocedores de las técnicas neolíticas de domesticación animal, primero, y ostentadores después del control de los recursos metalíferos: explotación aurífera inicial y posterior trabajo en frío del cobre hacia el final del cuarto milenio. Aún pasará un tiempo hasta el dominio de su fundición y su presencia en ajuares funerarios, hechos que se suelen situar –en el sur― mediando el tercer milenio. Eran clanes que ocupaban posición de privilegio en aquella sociedad, lo que sin duda habría de traducirse en la reserva de mejores pastos y ganados, y serán ellos los que erijan tan monumentales panteones.

Pero estos dólmenes parecen algo más que panteones, son cistas cuya forma original recuerda a la vulva femenina, construcciones que sugieren una estrecha relación entre dólmenes y hembras, que evidencian su carácter de santuarios de muerte y nacimiento, cuevas donde honrar y proteger a los antepasados hasta llegado el momento de darles nuevamente a luz. Sólo como referente para el retorno cíclico de sus muertos, y útero además para el alumbramiento de sus hijos, podrá el dolmen garantizar la permanencia del clan.

Para estas gentes la vida devorada por Kronos retornaba a fecundar a Rea, la madre tierra, donde el espíritu del muerto permanecía en gestación a la espera de ser rescatado por otro alumbramiento. Creencia que nos habla de embarazo escatológico de Rea y génesis precoz del culto a Kronos, práctica geofágica que suponemos en el origen de la costumbre humana de enterrar a sus muertos, cuyos cadáveres se sepultaban a efectos de sembrar el espíritu en la tierra, de incubarlo dentro de la misma y propiciar así un nuevo embarazo de la madre Rea. Esto explicaría la postura fetal que presentan los cadáveres, el aporte que se aprecia en el suelo de dólmenes y túmulos de tierra humífera y limpia ajena a la zona, y también, avanzado ya el megalitismo, la mezcla en esa tierra de las propias cenizas del cadáver; hechos que indicarían una progresiva depuración de creencias que acaban imitando el fenómeno observado del poder abonífero de tierras y cenizas. Ya Morgan y Obermaier (1) interpretaron este aspecto como experiencia agrícola, conocimiento básico del mundo neolítico. Nada más lejos de un estímulo profiláctico o un especial sentimentalismo a sus despojos, al sepultar al cadáver se ponía en juego el propio futuro de su espíritu, para el que no quedaría esperanza de retornar al mundo de los vivos de permanecer tirado e insepulto, como cualquier semilla. Lo tenían claro: tan solo el fecundo vientre de la madre Rea tenía capacidad de generar de nuevo aquella vida devorada por Kronos, y el hecho de hacerlo a cobijo del dolmen propiciaba la oportunidad de recuperar para el clan el espíritu del muerto. ¿Pero cómo?

Veamos el proceso: dentro del útero dolménico, sobre las mismas sepulturas, darían a luz las hembras del clan depositando al nacido en tierra (2) para que así rescatara el espíritu de algún antepasado; un espíritu sembrado y abonado que aguardaba ya impaciente que le dieran nuevamente a luz. Con posterioridad lo sacarían a hurtadillas al exterior por ese agujero frontal que suelen presentar hacia el naciente aquellos dólmenes tan básicos (3), y esto harían al objeto de que el clan contemplara a su nuevo miembro y los dioses entendieran que era un hijo de ese dolmen; conociendo así su divina progenie respetarían la vida de la madre (4). En estas sociedades clánicas, donde el parentesco genético es caprichoso y difuso, el dolmen se constituye en verdadero progenitor del clan. Más que el clan al dolmen es el dolmen quien construye al clan, y será en el dolmen donde resida la identidad del clan. Solo quien nazca del dolmen formará parte del clan, y no importan así los apareamientos aleatorios de sus hembras ya que éstas, a fin de cuentas, permanecen siempre desposadas con antepasados del dolmen y del clan (5). La estabilidad queda así garantizada durante generaciones en ese interminable ciclo de muerte y nacimiento, los espíritus permanecen inalterables formando siempre parte de su clan, bien a bordo de una vida o esperando en el vientre de Rea la siguiente.

 

Y este sería el mundo de los padres del dios padre, el tiempo aquel del tiempo detenido, el imperio de los dólmenes de Rea y Kronos. Después llegará Zeus, el dios padre, y con éste aquellos otros megalitos que parecen empujar al tiempo prodigando su energía seminal entre los hombres: los menhires. Enhiestos rayos del poder genésico, poderosos falos que alimentan y embarazan a un mundo celeste, espinas solares y padres del espíritu del hombre. El menhir sugiere en gran medida la rebeldía de Zeus, el espíritu enfrentado al tiempo, a la tierra, al orden natural simbolizado por el dolmen de Rea y Kronos. Este enhiesto megalito representa un estigma que opera en la génesis humana, la rebeldía que empuja a hurgar el imprevisto, que impide que la humanidad se pare y se detenga. Es la misma rebeldía de Zeus frente al ansia devoradora y permanente de su padre Kronos, la misma que inducirá más tarde a un joven Prometeo a enfrentarse al mismo Zeus, monarca ya y conservador, la que cuestiona y vulnera el sistema establecido. Y aunque aquellas gentes megalíticas no llegaran a saberlo, el caso es que estaban presenciando el nacimiento de la religión moderna.

Desconocemos si estos menhires representan manifestación complementaria de una misma cosmogonía dolménica en proceso ya de evolución, o cultos enfrentados de sociedades diferentes aunque contemporáneas, o simples templos opuestos en el signo y alejados en el tiempo. Tanto da. Bástenos saber que unos y otros reportaron impagables servicios a sus hijos: mientras los dólmenes emparentaban con titanes, otorgaban el prestigio de contar con difuntos poderosos y verificaban sus clanes en una sociedad carente de otros parentescos (6), los menhires empujaron por su parte a ver más mundo, a conquistarlo, a entender las cosas, a rebelarse una y otra vez contra el destino.

Fueron tiempos que corrieron a lo largo de los milenios tercero y cuarto, asomados en algún caso al quinto y derramados al amanecer de la Edad de Bronce del segundo. Tiempos que ahora ya son parte irrenunciable de nuestro oscuro pasado.

 

NOTAS

 1). Tanto Obermaier (El hombre prehistórico y los orígenes de la humanidad) como J. Morgan (Humanidad prehistórica) postularon que la observación empírica de que tras los incendios las plantas quemadas se reproducían más y mejor induciría al convencimiento de que otro tanto ocurriría con el hombre. Planta-ceniza: nueva planta; hombre-ceniza: nuevo hombre.

 2). Costumbre generalizada entre los pueblos antiguos conocida como «levatio de terra», que consistía en tender al recién nacido en el suelo simbolizando su alumbramiento por la tierra. En la mitología latina era la diosa Levana la encargada de rescatar al niño del vientre de la tierra. Comadrona en francés es leveuse, en catalán llevadora, ambos de levar, levantar. Entre los antiguos arios la madre dejaba al niño en tierra tras darlo a luz, siendo el padre el encargado de levantarlo. Sobre una especie de silla sin patas que semejaba un dolmen invertido (una lancha sobre el suelo sobre la que descansaban otras dos losas perpendiculares) parieron las reinas de Egipto desde los tiempos de la VI dinastía (3000 a.C.). Y también de una roca nacería el dios Mitra.

 3). Los habituales orificios en la pared frontal de los dólmenes básicos, interpretados como accesos para proveer de sustento a los difuntos, creemos más probable que representaran el orificio del útero, puerta para el naciente (precisamente su orientación es siempre al naciente), vulva para el difunto rescatado y dado a luz.

 4) Nos referimos al fenómeno de la covada, ritual antropológico que consiste en hurtar a la parturienta de la vista de los espíritus a fin de no excitar su envidia y preservar la vida de la madre en ese momento delicado. El móvil sería la debilidad e indefensión de la madre ante el presumible enfado de los dioses por atreverse a traer una nueva vida al mundo; el subterfugio que otra persona, animal o cosa apareciera ante ellos como parturienta, papel que generalmente recaía en el hombre. Es probable que sus manifestaciones más antiguas corrieran a cargo de covadas de tierra o covadas de roca, pasando con posterioridad el honor de la paternidad totémica a árboles y animales, y recayendo finalmente en el esposo.

 5). Extremo documentado en pueblos primitivos de Australia y el oriente sudafricano, donde la mujer se esposa simultáneamente con el marido y uno o varios antepasados. Entre los A`Kamba, por ejemplo, lo hace con el marido y su más reciente antepasado. 

 6). La humanidad conoció con mucha antelación el parentesco clánico respecto al consanguíneo. En época posterior éste se verificará mediante la paternidad del tótem del clan, y todas las tribus tendrán su tótem. Por el momento, en esta sociedad megalítica, tan sólo los clanes del dolmen contarán con una identidad familiar definida.