Baris Greenhouse estaba agachado en la acera de Keizersgracht, una de esas encantadoras calles de Amsterdam junto a un canal fluvial, recogiendo las caquitas de su pequeño perrito. Le parecía fascinante lo que había avanzado la ingeniería genética. Las bolitas de caca estaban recubiertas de una capa plástica con olor a lavanda que habían sintetizado las tripitas del pequeño Jamsie. Le dio una pequeña arcada solo de pensar lo que tenían que hacer antiguamente los ciudadanos que querían tener perro. Los cívicos, claro, los ciudadanos incívicos seguramente mirarían a otro lado y dejarían ahí esa cosa asquerosa, como la señora van Dijck cuando el carrito de su bebé empezaba a oler mal. Pero antes los carritos no tenían limpiador automático. ¡Qué asco!¡Hay que ver cuánto hemos avanzado! Baris tenía una mente privilegiada; donde otro cualquiera estaría pensando en dónde estaba la papelera más cercana, él, a pesar de vivir en una ciudad prácticamente llana, estaba ahí agachado preguntándose si no sería un problema la forma esférica de las bolsitas de caca en otros lugares. Terminó de recoger la última bolita y, todavía agachado, se estaba preguntando ahora si alguna vez podrían hacer el mismo truco genético de las bolsitas de heces con los bebés, cuando el pequeño Jamsie empezó a avergonzarle otra vez, gruñendo y ladrando a una nube como un pequeño diablo. Solo que no era una nube lo que tapaba el sol. Era una cosa enorme, gris, plana y horizontal que cubría el cielo hasta donde alcanzaba la vista. Al girarse asustado, Baris dejó caer sin querer las cuatro bolitas de plástico rellenas de desechos, y se sentó con las palmas de las manos en el suelo por detrás de la espalda. En esa posición, recibió el mensaje.
—¡Baris Greenhouse! —resonó una voz solemne en toda la ciudad.
Le sonaba mucho esa voz. No sabía de qué. ¿Era de alguien conocido? No, era de alguien de internet. ¿Un influencer? No, era algo como de un dibujo animado. Sí, de esas películas antiguas. Lo tenía en la punta del encéfalo… y entonces esa cosa plana y enorme le ayudó. Como si fuera una gigantesca pantalla de cine, en el cielo aparecieron dibujadas unas amenazadoras nubes azules que se acercaban dejando entrever tras de sí las estrellas del firmamento infinito. Las nubes se reconfiguraron y una figura imponente y respetable se formó. ¡Eso era!¡Mufasa!
—¡Baris Greenhouse! —repitió la voz, haciendo temblar el mismo suelo.
—¿Qué?…¿Quién?… ¿Es a mí? —consiguió articular.
—¡Pues claro que es a ti, estúpido! ¡Venimos a avisaros de que ya estamos aquí, pero ya nos vamos!
—¿Qué?…¿Cómo?…Pero…¿Sois dibujos animados?
—¡No, imbécil!¡Elegimos esta imagen porque es la que más respeto ha infundido por igual a las más variadas culturas de vuestro planeta!¡Somos los que vinieron del espacio!
—Ah vale. Entonces os habéis equivocado.
—¡¿Cómo osas?!
—No, no, si es algo normal. No es la primera vez que me pasa. Ya casi estoy acostumbrado a estos malentendidos. Verás, el que buscáis es el director general de la ONU. Resulta que se llama igual que yo. Me llegan cartas y esas cosas. Hasta hay un camión de helados en la puerta de mi casa que arranca y se va a toda prisa cada vez que me acerco a pedir uno.
—Te dije que ese no era, Glonas, que con ese chuchillo que tiene no podía ser el hombre más importante del planeta.
Al oír eso, Baris enrojeció, enfurecido, y se levantó alzando el puño.
—¡Oiga!¡Que le he oído! Qué clase de vecinos sois, insultando a las mascotas de los demás. Son personitas y tienen su cora…
Un delgado rayo recto y blanco cayó perpendicular desde la nave e hizo desaparecer a Baris. Ahora había cinco, y no cuatro, bolitas de plástico rellenas de residuos orgánicos en el suelo. El pequeño Jamsie, al que ya se le habían pasado las ínfulas hacía un rato, aprovechó que nadie agarraba su correa para hacerle una visita a las ruedas del carrito de la señora van Dijck. Con un poco de suerte, al llegar a casa la pequeña caniche de la señora van Dijck recibiría el mensaje al oler su orín: “Hoy he salvado a mi dueño de un león gigante. Imagínate como serían nuestros cachorros si me dejaras… ya sabes.”
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Baris Greenhouse —el otro Baris Greenhouse, el importante— no sabía la que se le venía encima mientras estaba en el jardín de su casa, lanzándole una y otra vez un palo del tamaño de un fémur a su perro. Era en esas tranquilas noches en compañía de su fiel Thor cuando ponía en orden sus pensamientos. Y tenía muchos pensamientos que ordenar. No tenía claro donde poner el “China y Estados Unidos son como dos niños peleándose por ver quién entra antes al cuarto de baño”. Quizá entre “no cierres el pestillo” y “por lo menos usa la escobilla”. No, esos era para Tim y Elisa. Ya estaba mezclando la vida familiar con la laboral. Daba igual, últimamente estaba amontonando toda la geopolítica internacional en el ala “total para qué”. En su mansión de la memoria, cada vez había menos sitio para niñerías. Las únicas alas de la mansión que importaban estaban etiquetadas como “¿Qué son?”, “¿Para qué han venido?”, “¿Por qué no nos hablan?”, “¿Qué van a hacer con todos los recursos que están minando?” “¿Harán lo mismo con la Tierra que con el resto del Sistema Solar?” y “¿Qué podemos hacer para que nos hagan caso?”.
Las respuestas que más razonables le parecían hasta el momento eran: “Una avanzadilla robótica de una especie extraterrestre”, “de momento, parece que acumular recursos”, “los robots no estaban pensados para hablar con nosotros”, “harán con los recursos lo que les dé la gana”, “ya lo veremos cuando acaben con Marte, pero por lo que han ido haciendo desde Plutón hasta aquí no tiene buena pinta, pero total no podremos hacer nada para evitarlo” y… “mierda, para eso pagamos a los científicos, para que les digan que paren”. Sorprendentemente, la última pregunta no era la única de la que tenía la respuesta correcta.
Se suponía que su trabajo no era ese, sino mantener el orden en el parvulario que era la Tierra; evitar que los niños se pegaran, educarlos y hacer de ellos unos buenos ciudadanos para cuando maduraran. Pero como nadie le contestaba a ninguna de las preguntas importantes que llenaban su mansión de la memoria, no podía cerrarlas, olvidarlas, y abrir alas nuevas para las tonterías del presidente o dictador de turno. Para cuando maduraran seguramente no quedaría nada.
Lanzó el palo una vez más hacia la luna, y de repente, desapareció. La luna. El palo no, porque lo oyó caer al poco rato. Baris Greenhouse, desconcertado, miró al cielo, que parecía ahora una gris sábana de hotel. Ni una arruga, ni una estrella. Había llegado el momento.
—Paso del rollo ese de Mufasa, ponle un protector de pantalla— se escuchó desde lo alto.
Justo encima de él, apareció, radiante e imponente, el enorme ojo de Saurón.
—¡Baris Greenhouse! —resonó como un trueno en mitad de la noche.
—En serio, que paso de tus historias —Otra voz interrumpió. Sonaba igual de alto, pero tenía mucho menos reverb—. Mira, terrícola, que ya estamos aquí, pero que nos vamos. Nos pasamos por Venus y Mercurio y os dejamos. La Tierra y la Luna son todas vuestras.
—¿Esto es una broma? —preguntó Baris.
—¿Qué? Nada, si te parece una broma seguimos con el plan inicial. Si al final va a tener razón Glonas.
—No, no, perdona… perdone, señor oscuro.
—¡Ja, Ja, Ja! —resonó una carcajada de la otra voz.
—Bueno, que nos vamos. Le dejo un regalo. Adios.
—Espere, espere, ¡por favor!
—Buf, venga, que ya vamos con retraso y seguro que nos quitan del sueldo lo que falta de este planeta.
—Te quitan —resonó otra vez.
—Glonas, apaga el reverb, por lo que más quieras.
—Está bien, seré breve —dijo Baris Greenhouse—. Si no es molestia, por favor, respóndanme a algunas preguntas. Para empezar ¿Por qué no han hablado con nosotros antes?
—¿En serio? Le he dicho que no estoy para perder el tiempo. No hemos hablado hasta ahora porque no nos ha dado la gana.
—Bueno pues… A ver, ¿serían tan amables de dejarnos algo de su sabiduría?¿Como una enciclopedia o algo así?
—Ese es el regalo que le voy a dejar, ¿algo más?
—Eee… El Sol.
—¿Qué pasa con el Sol?
—Que si se lo van a llevar. Ha dicho que nos dejan la Tierra y la Luna, pero no ha dicho nada del Sol.
—Sólo nos llevaremos un trozo. No se preocupe. Les pegaremos un empujoncito para que sigan en la zona habitable.
—Pero… —Le salió la vena de director general de la ONU—: ¿No les parece un poco injusto llevarse todos los recursos del Sistema Solar y dejarnos sólo con la Tierra y la Luna?
—¡¿Cómo?!¡¿Injusto?!
—Déjame a mí, dejame a mí. Se van a enterar todos. Esto se va a escuchar en todo el planeta —Glonas volvió a encender el reverb, y esta vez su voz transmitió a todos los seres inteligentes de la Tierra, en diferentes idiomas, graznidos y olores—: Terrícolas, los recursos del Sistema Solar no les servirán de nada, pues su tiempo se acaba. Venimos aquí huyendo de una especie superior, una especie depredadora que arrasa todo cuando encuentra y elimina toda vida a su paso. Una especie imparable y aterradora, hasta para nosotros. Sin más, nos despedimos ¡Ya vienen!
Y sin más, se fueron. Baris Greenhouse, cabizbajo, llamó a su perro para volver a casa, no sin antes recoger sus bolas de caca. Aquello era el fin. Estaba casi seguro de que lo que dijo el último alienígena no era cierto. Parecía estar gastándoles algún tipo de broma macabra. Pero dijera lo que dijera, no le creerían. Se desataría el caos. Y aunque realmente viniera el fin del mundo, se habrían matado unos a otros antes de que llegara. Menudos abusones interestelares. Al menos podrían haberle dejado esa enciclopedia. Tiró las bolitas al contenedor. No lo vio, pero allí en el fondo, entre bolsas de basura, pañales y otras bolitas de caca, una de las que él acababa de tirar era más pequeña que las demás y brillaba con una luz tenue. En la cara interior de la tapa del contenedor, proyectaba en pequeñas letras verdes: “Enciclopedia galáctica. Apriete para continuar.” Ignorando que acababa de tirar a la basura el objeto más valioso de la historia de la humanidad, Baris Greenhouse cerró la tapa y se fue a casa.
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—¿Crees que se lo tragarán? —preguntó Glonas.
—Visto lo visto, seguro. Pero como se enteren en la central, te comes tú el marrón. No sé por qué te hace tanta gracia jugar con las especies primitivas.
—Es que nunca he tenido un trabajo más aburrido que este. Recolecta los recursos y vuelve a casa. Si encuentras alguna especie inteligente nueva, deja la enciclopedia a modo de compensación. Pero no hables con ellos más de lo necesario. Y bajo ningún concepto te hagas pasar por su dios. Vaya rollo.