De jovencillo quise hacer un pastel que fuera recordado en las crónicas de la familia como un gran pastel, incluso como el pastel que dio nombre a un año: "El año de El Pastel". Hoy pensaría en "El Pastel del milenio", pero entonces era un niño, mi universo era menos vasto que Rusia y tenía aspiraciones políticas más limitadas. En ese momento la gran empresa consistía en ir vertiendo en un bol de cerámica el contenido de una lata de cacao en polvo y el de un saco de harina, toda la leche de dos botellas de leche, cinco huevos de gallina campera, un puñado de terrones de azúcar del azucarero del té de las visitas, una caja de fruta escarchada que no se abría desde 1955, un bote entero de bicarbonato (para que subiera la masa), diez sobrecitos de levadura (para que subiera más), un montón de caramelos de café que sabían a perfume porque en el mismo aparador donde estaban mi abuela guardaba pastillas de jabón, un par de vasos bien grandes de una botella de "Anis del Mono", que yo sabía que se utilizaba para condimentar las rosquillas, y otros tantos de una botella de coñac que mi tía servía al señor del seguro de los muertos, que subía a casa siempre fatigado.
Todo eso lo mezclé y lo removí con la perseverancia y la paciencia de un niño de diez años acuciado por la noticia de que el motín de unos clicks en un barco armado hasta los dientes amenazaba el castillo que protegía, con una pequeña guarnición, a la población de pacíficos y hacendosos clicks campesinos que habían prosperado felizmente en el patio de las macetas. Así que metí en el horno aquel caldo oscuro lleno de grumos y cosas flotando y me fui a resolver asuntos importantes. Cuando volvieron a casa los adultos el horno hacía rato que había decidido apagarse, pero no pudo evitar que la base acuosa de mi tarta cociera, creciera no esponjosamente, se desparramara por el fondo y saliera burbujeando por entre las juntas del portillo en forma de churretones oscuros que caían a lo largo del mueble de la encimera hasta llegar al suelo. Llevados sólo por esta imagen los mayores no entendieron la épica que movió aquella empresa y me soltaron una buena bronca ¡Mi tía me llamó cochino! Cochino yo, el estadista que había desarticulado un peligroso motín evitando un asalto al castillo que habría dejado vía libre a la invasión del patio por crueles piratas.
Aunque visto en retrospectiva no le faltaba razón. Los votantes del PP son nuestra familia: padres, primos, hermanos... cuñados. Creo que la mayoría de gente no nos hacemos mala sangre tratando de convencerlos de que voten a otras formaciones, muchos ni siquiera somos militantes o políticos profesionales, no tenemos que seducirlos para que acaben votando a algún partido concreto, así que podemos llamar a las cosas por su nombre cuando hacen alguna trastada. Ellos tampoco suelen ser esos pobres miserables que viven acoplados a los aparatos locales del partido porque no saben hacer otra cosa o que sobreviven de los chanchullos que les amañan desde ellos, ni mucho menos son los rateros que se corrompieron y enriquecieron junto a los piratas expoliando y destruyendo lo público y escondiendo el botín de su latrocinio en cuentas millonarias en Suiza, sin duda no forman parte de la élite de ideólogos locos que desde el gobierno se dedican a hacer tropelías y a desintegrar el sistema. Los votantes del PP son en la mayor parte de los casos gente honrada que se desloma sacando adelante a su familia y que cansados prefieren poner la tele a leer a La Boétie, son trabajadores humildes que no molestan a nadie y no se meten en política. Son idiotas.