Juan entró en el seminario a los 18 años por diversas razones. Una era la intuición de haber sentido a Dios, que derivó en la convicción de que en ese sentimiento se encontraba lo más puro, auténtico y digno de esfuerzo que jamás podría experimentar. Y la otra era la absoluta falta de un camino alternativo, pues ninguna otra cosa de las que había visto en el mundo le llamaba lo suficiente como para perseguirla.
Juan concebía a Dios como una luz sin nombre, que te tocaba en determinadas circunstancias y te reconfortaba y llenaba de esperanza, dando sentido a todo y marcándote un camino de entrega y crecimiento hasta alcanzar el cielo y volver la tierra lo más parecida a él que resulte posible. Precisamente por ello, muchas veces se sentía ridículo aprendiendo y practicando la infinidad de liturgias y ritos de la Iglesia, igual que cuando debía memorizar las supuestas vidas, poderes y rezos adscritos a cada santo. Demasiado artificial e inverosimil en contraposición con su percepción simple e intuitiva de Dios.
En realidad, para él lo único digno de creer (y era allí donde percibía el rostro de Dios con mayor nitidez) era el mensaje moral del Nuevo Testamento: amaos los unos a los otros, asumid que vuestro cuerpo es el templo de Dios más perfecto y dignificad vuestra vida y la de los demás, alejándoos de aquello que envilezca vuestro espíritu y dañe vuestro cuerpo, y promoviendo las condiciones materiales y espirituales para que cada ser humano tenga una vida plena y digna de su condición de hijo de Dios.
Juan se ordenó sacerdote, y con el tiempo fue perdiendo la fe, hasta llegar a los 37 años. Los motivos fueron diversos. El primero estaba en que se sentía profundamente inútil, pues le destinaron en parroquias rurales donde su trabajo se centraba en repetir mecánicamente la liturgia y confesar a la población eminentemente anciana de la zona, que concebía la religión como una suma de ritos que debían repetir para estar a bien con Dios e ir al cielo. Dado que él concebía la religión como una lucha continua para romper las cadenas del alma y vencer las injusticias del mundo, su día a día como párroco era desolador.
También influyó su conocimiento cada vez más profundo de la Iglesia, donde conoció a demasiados fanáticos, advenedizos y personas que simplemente tenían miedo del mundo y se refugiaban tras los muros de un seminario. Siempre recordaba la frase de Jesucristo sobre los fariseos que pagaban el diezmo de la menta pero olvidaban la justicia o la misericordia. Justamente quienes más se identificaban con esos fariseos eran quienes lograban escalar posiciones dentro del entramado eclesiástico, arrimándose a un obispo a quien se sometían del modo más servil y defendiendo acríticamente todo lo que viniese de la cúpula episcopal. Así se eternizaban, generación tras generación, los males de la Iglesia.
Viendo que la Iglesia distaba mucho de ser la herramienta de Dios en la tierra, y sintiendo cada vez más lejos esa imagen nítida de Dios que en su juventud le llevó a vestir sotana, Juan dejó de ser sacerdote a los 37, y lo hizo siendo tan virgen como en el momento en que entró en el seminario. Sabía de muchos compañeros que semanalmente satisfacían sus deseos con personas de su mismo sexo y del contrario, y también escuchó rumores sobre otros que lo hacían con niños, aunque nunca llegó a tener la certeza de esto último. Pero él nunca pasó de masturbarse (lo cual hacía justificándose en el peligro para la salud física y mental que implicaba dejar toda esa mala leche dentro del cuerpo).
Nunca perdió la virginidad por dos motivos. El primero era la fidelidad a su juramento. Y el segundo, la convicción de que el pecado es una escalera que desciende peldaño a peldaño. Estaba seguro de que si pisaba el pecado del sexo, éste le acabaría llamando a otros más graves. Por eso mantenía las relaciones prohibidas como el horizonte de todos sus deseos oscuros, sabiendo que mientras no lo traspasase su mente no anhelaría otras cosas más viles e inmundas.
Durante su etapa como sacerdote, Juan había disociado totalmente amor y deseo. El deseo lo encontraba en las curvas de voluptuosas mujeres que de vez en cuando observaba en la televisión o en sus visitas a la capital. El amor (siempre platónico) lo encontró en el angelical aspecto de la chica que dirigía el coro de una de las tres parroquias rurales donde ejercía. Juan se deleitaba observando su castidad al vestir, su inocente mirada y su devoción al rezar. Muchas noches pensaba en ella y la dibujaba en su mente como un ángel bajando del cielo, ante el que se arrodillaba y besaba sus manos, colmando ese simple contacto todos los anhelos de su alma. Juan la adoraba, pero jamás pensó en ella desde una perspectiva carnal.
Cuando Juan dejó de ser sacerdote y se estableció en un apartamento de la capital, su primer deseo fue dejar de ser virgen. Había reprimido sus instintos demasiado tiempo, y ahora nada le impedía satisfacerlos. Así que llamó a una prostituta que encontró por internet, y que resultó encajar con la fisonomía que siempre había soñado. Comenzaron a tocarse y la excitación de Juan estaba por las nubes. Cuando llegó el momento de la penetración, todo cambió. Juan tenía a esa diosa cabalgando sobre él, pero estaba dormido de cintura para abajo. Los minutos pasaban y seguía sin sentir nada, por mucho que la chica se esforzaba por volver más intenso el movimiento. Entonces la sensación pasó del adormecimiento a la incomodidad. A Juan le dolía el pene, cada vez más duro e incapaz de culminar su misión. Hasta que se le apareció la imagen de la directora del coro, provocando un inmediato gatillazo.
La prostituta le propuso volver a empezar, pero Juan se encontraba rematadamente mal e incluso con ganas de vomitar. Le pagó y le pidió que se fuera. Tras aquel desastre, mil pensamientos pasaron por su cabeza, incluida su hipotética homosexualidad, aunque jamás se había sentido atraído por un hombre. Y con el paso de los días, Juan maldijo muchas cosas. Maldijo sus 37 años echados a la basura. Maldijo todo lo que habían dejado en su subconsciente, toda la absurda represión, toda la negación de lo natural y la afirmación de lo antinatural. Maldijo a quienes le dijeron que lo bueno a los ojos de Dios es eyacular en la cama mientras duermes en lugar de hacerlo de forma libre y consciente. Maldijo la disociación entre carne y lucero, sexo y amor, que le había llevado a buscar a una prostituta en lugar de declarar lo que sentía a la directora del coro. Y se sintió profundamente enfermo y débil.
Durante los años siguientes Juan se esforzó por encontrar su sitio en un mundo cuya sordidez pone a prueba la salud mental y emocional de todos, y lo hizo con muchas heridas al aire que el común de los mortales no tenía, y cuyo riesgo de infección suponía un handicap adicional en su difícil camino. Pero supo vivir el amor del modo más hermoso que existe. Conoció a una mujer a quien no imaginaba como un ángel descendiendo para tocarle con su luz, sino como un ser humano admirable, cuyas cualidades y nobles actos le llenaban de felicidad y orgullo. Aprendió a acariciarle, besarle y penetrarle como parte de un todo armonioso. Aprendió a asumir sus debilidades y errores igual que ella asumía los suyos, apoyándose el uno en el otro para crecer como individuos. Y así, contra todo pronóstico, el Padre Juan encontró la salvación eterna.