Violencia de género: maltratadores y la cárcel

Últimamente he visto en Menéame varios artículos escritos por los propios usuarios analizando en profundidad el tema de la violencia de género, escudriñando la Ley Integral Contra la Violencia de Género (LIVG), explicándola con gran claridad detalle, y analizando diversos casos.

Dado mi conocimiento y experiencia laboral, me parece interesante escribir un artículo sobre algo de lo que no se escribe ni habla mucho: la vida en la cárcel de los condenados por violencia de género (o los que ingresan en prisión de forma preventiva).

Para empezar, quisiera romper un mito, o una asunción que cada vez tiene más gente: que las cárceles están llenas de maltratadores, y que son muchos los que pasan una temporada entre rejas debido a la violencia de género. No. Ni de lejos. Los casos de condenados por violencia de género que cumplen penas de cárcel se pueden contar con los dedos de una mano en cada módulo. La mayor parte de los presos lo están por delitos relacionados con las drogas, seguidos por los robos, los delitos de lesiones (en general) y, después, los delitos sexuales. El número de casos relacionados con la violencia de género es similar al número de delitos por estafas o impago de multas.

Curiosamente, los presos por delitos de violencia de género suelen ser los que más años de condena tienen en relación con el delito (si comparamos con otros delitos), y son los que menos beneficios penitenciarios disfrutan (permisos de salida, tercer grado penitenciario, etc.). Además, suelen ser los que más entran en prisión a pesar de tratarse de su primer delito, a pesar de tratarse, en muchos casos, de condenas menores de dos años y no tener antecedentes.

Eso sí, lo único que es curioso dato, no la causa. Suele ocurrir que aquellos que entran en prisión por un delito de violencia de género lo hacen tras haber infringido una orden de alejamiento o una medida cautelar de incomunicación con el denunciante, en ocasiones con consecuencias violentas.

Dicho de una forma más clara, imaginemos que Fulanito ha pegado a su novia. El juez puede dictar una condena de seis meses de prisión que, si es la primera vez, no ha de cumplir, y una orden de alejamiento e incomunicación, más la asistencia obligatoria a un curso contra la violencia de género.

Si Fulanito vuelve a ser denunciado por violencia de género en un periodo próximo en el tiempo y, tras las diligencias pertinentes, se comprueba que tal denuncia tiene base, el juez puede decretar el ingreso en prisión para el cumplimiento de la pena en suspenso, y al mismo tiempo, como forma preventiva de que Fulanito pueda reincidir.

Si Fulanito ha vuelto a agredir a su novia, puede encontrarse con los seis meses de prisión por la primera denuncia, más otra condena de ocho meses (más tiempo al tratarse de reincidente, aún siendo exactamente el mismo delito) más otro par de meses por incumplimiento de la orden de alejamiento.

En la calle he llegado a oir cosas como que se cumple un año y medio de cárcel por guantazo o un tirón leve a su mujer. No es cierto, la mayoría de los que cumplen pena de cárcel por violencia de género lo hace por varios delitos.

¿Y por qué la difícil obtención de beneficios penitenciarios? A las Juntas de Tratamiento de cada prisión no les gusta arriesgarse a dar permisos de salida (que corresponden una vez cumplida la cuarta parte de la condena) a reincidentes, ni a otorgar el tercer grado penitenciario (vida en semi-libertad en un Centro de Inserción Social) a quien pueda delinquir otra vez.

Algunos de los acusados alega durante el juicio estar bajo los efectos del alcohol o de las drogas para conseguir algún tipo de atenuante que rebaje la cuantía de la pena. Y funciona. Pero una vez dentro del centro penitenciario, la obtención de beneficios penitenciarios es aún más difícil, ya que como parte del Programa de Intervención Terapéutica no solo se les exige que cumplan un curso sobre violencia de género o control de la ira, sino que se convierte en requisito acudir a un programa de deshabituación al alcohol o a las drogas antes de obtener beneficios penitenciarios.

La Junta de Tratamiento, una vez elabora informes sobre el penado para la concesión de permisos penitenciarios, suele aducir ciertos motivos como factores de inadaptación por los que se les deniega el permiso a los condenados por violencia de género. Existe el común relacionado con la “falta objetiva de suficientes garantías de hacer un buen uso del permiso”, como dos algo menos comunes pero cada vez más frecuentes: “pluralidad de víctimas o especialmente desprotegidas”, y otro que se podría decir anticonstitucional pero ya de obligada anotación, “alarma social”. Es el Juez de Vigilancia Penitenciaria el que tiene que dirimir la objetividad y la legalidad de tales motivos, en caso de recurso, para conceder o no los beneficios penitenciarios.

Hay algo cada vez más común en casos de violencia de género en los que, siendo el primer delito y no tener ninguna otra denuncia de ningún tipo, se les condena a ingresar en prisión aunque la pena sea menor de dos años. Y aunque en principio pueda parecer una tontería, no lo es: el desacato.

Durante la vista oral en los juicios por violencia de género, es relativamente común que el acusado intente justificar sus actos o peor, que trate de minimizar el daño causado. Pero también ocurre en ocasiones, más de las que uno puede pensar, que el acusado cuestiona de malas maneras la decisión del juez o del fiscal, especialmente si el juez o el fiscal son mujeres. Este desacato se traduce en el cumplimiento de las penas de cárcel, por muy pequeñas que sean, e incluso un aumento de la pena total.

La vida en prisión de los maltratadores o condenados por violencia de género es normal. No llevan un estigma como lo llevan violadores y pederastas, pero tampoco suelen “prisionalizarse” como en otro tipo de delitos. El maltratador puede ser de cualquier procedencia y nivel educativo y económico. Algo que destaca de ellos es que suelen ser personas de carácter inquisitorio, fácilmente irritables y que no llevan con facilidad cumplir con las órdenes de los funcionarios u otros internos con puestos de responsabilidad (coordinador de limpieza, reparto de comida, etc.). Es muy común ver en los informes de los psicólogos de prisiones anotaciones sobre carencia o trastorno psico-social en los condenados por este tipo de delitos.

Por último, algo que como dato puede resultar llamativo, es que muchos de los condenados por violencia de género son de etnia gitana. Básicamente, el número de casos está a la par con los de etnia no gitana. Cada vez son más mujeres gitanas las que se atreven a denunciar a su maltratador, intentando huir de un clima de violencia y acoso. Debido al marco cultural en el que se desarrollan estos casos, los acusados llegan a ver ese maltrato como algo natural y corriente, con unas probabilidades de reincidencia muy altas. Ese es el motivo por el que hay tantos gitanos condenados por violencia de género como “payos”, a pesar de tratarse de un sector muy reducido de la población.

Por cierto, uno de los motivos más frecuentes por los que se decreta prisión tras la suspensión de una condena anterior por violencia de género es por el delito de amenazas, bien a través de las redes sociales u otros canales de comunicación como WhatsApp.

En fin, espero que haya sido una lectura interesante. Si tenéis cualquier duda, escribídmela en los comentarios.