En el diccionario de la Real Academia se define reliquia como “parte del cuerpo de un santo” o “aquello que por haber tocado el cuerpo de un santo es digno de veneración”. Estas reliquias fueron uno de los objetos de deseo más potentes en la Edad Media, como atestigua el tráfico de huesos y partes de cuerpos de santo que se dio en aquella época y las luchas de poder que desencadenaron.
El valor de estas reliquias residía en que los habitantes de la Europa Medieval pensaban que estos artículos tenían propiedades curativas y milagrosas, además de aportar cierto prestigio a sus poseedores. Además había una especie de estatus en la reliquia, y era más valiosa si pertenecía, en este orden: a Jesús, a la Virgen, a los apóstoles, a los primeros mártires y luego al resto de santos.
Poseer una reliquia era visto como un símbolo de poder, tanto para una iglesia como para un particular, y al calor de esa demanda que no paraba de crecer afloró el tráfico de partes de cuerpo de santos por toda Europa. De hecho, hay hasta dieciséis cráneos de San Juan Bautista y nada menos que treinta y ocho dedos de este mismo señor, por no hablar de que la sábana santa que se guarda en Turín ha sido datada en la Edad Media por tres laboratorios diferentes.
La Iglesia vio la que se le venía encima con tanto tráfico, robo y falsificación de reliquias que en el año 1215 dedicó el IV concilio de Letrán a exigir un “certificado de autenticidad” de las reliquias. Más adelante las reliquias fueron una excusa de las esgrimidas por Calvino para ridiculizar el fervor católicos, señalando las más llamativas de su época, como una esponja que afirmaba ser el cerebro de San Pedro o un hueso de ciervo que se veneraba como el brazo de San Antonio entre otras.
¿Qué podía ser una reliquia?
Más allá de la definición de la Real Academia, si visitamos las iglesias católicas nos encontramos con un catálogo de anatomía bastante completo. Si os da curiosidad, podéis hacer turismo eclesiástico y ver artículos como la lengua de San Antonio, la sangre de San Pantaleón (que se licua), la famosa mano de Santa Teresa que decían que estaba siempre en la mesilla de noche de Franco, hasta trozos más pequeños como dientes, esquirlas de huesos y diferentes artículos, como la lanza de Longino que tantos buenos ratos nos ha dado de leyendas nazis.
Estos trozos de santos se guardaban en relicarios, que podían ser desde una caja, a un busto con algún tipo de cajón para guardar los huesos (que no tenían por qué ser obligatoriamente un cráneo) a una representación de la parte del cuerpo que contenían, como era el caso del brazo de Santa Teresa o las manos que encabezan este artículo. Estos relicarios solían estar en las sacristías de las iglesias (de hecho hoy en día se pueden ver muchos si os gusta el turismo religioso) o en las habitaciones nobles de la casa de su poseedor.
Hubo casos en los que se crearon templos completos para albergar las reliquias, como la basílica de San Marcos de Venecia, que se construyó después de que los venecianos robaran el cuerpo del evangelista a los egipcios (y que fue devuelto en parte en 1968). Aunque no tenemos que irnos tan lejos, porque en España tenemos la catedral de Santiago con una función similar.
Una colección de reliquias bastante fácil de ver es la que perteneció a Felipe II y que está expuesta la basílica de El Escorial; los santos y mártires los encontraréis a la izquierda y las santas están a la derecha.
El robo de reliquias
No penséis que el robo de reliquias solo se practicaba en la Edad Media. En 1981 se llevaron a punta de pistola los restos de Santa Lucía (de cuerpo entero, esta vez) de la basílica de San Jeremías. De hecho, esta era la cuarta vez que el cadáver desaparecía de su emplazamiento, y es uno de los cuerpos más robados de todos los tiempos.
También la historia de la momia de San Marcos puede ilustrar el modus operandi de los traficantes de reliquias: cuentan las crónicas que en el año 828 llegaron a Alejandría dos comerciantes venecianos, Buono da Malamocco y Rustico da Torcello. En ese viaje visitaron la iglesia del evangelista donde decían que se conservaban sus restos (cosa poco probable por el incendio que asoló la ciudad en el siglo IV). Los custodes de las reliquias les dijeron que la iglesia iba a ser destruida para construir una mezquita, por lo que los comerciantes sugirieron llevarse los restos del santo a su ciudad natal, Venecia.
Para poder sacar de ahí los restos del santo, metieron las reliquias en un cesto que taparon con carne de cerdo, pensando que como los musulmanes no pueden tocarla se librarían de la vigilancia de los guardianes de la ciudad, cosa que sucedió. Las reliquias llegaron a Venecia y allí siguen, aunque algunos coptos opinan que les dieron gato por liebre y que en realidad los huesos venecianos pertenecen a Alejandro Magno y fue la manera de salvarlo de un hipotético expolio.
Otro robo llamativo fue el de la cabeza de Santa Catalina de Siena, cuyo cuerpo está en la iglesia romana de Santa María Sopra Minerva. Esta vez fueron los monjes seneses los que sustrajeron la cabeza de la santa que aún hoy se puede ver en la basílica de Santo Domingo.
La picaresca de los vendedores de reliquias
Como no hay muchos santos en el calendario (y en la Edad Media eran menos aún), se ingeniaron métodos para producir más material susceptible de convertirse en reliquia. Es llamativo el caso de Santa Úrsula, de la que se dice que fue martirizada por Atila cerca de Colonia cuando iba en peregrinación a Roma acompañada por once doncellas.
Un documento de la época decía que Úrsula iba con “XI m virginum”, o sea, 11 mártires vírgenes, pero que se convirtió en once mil vírgenes, con lo que ya tenían barra libre para traficar con toda clase de huesos y telas de once mil mujeres en vez de solo once. Si os da curiosidad, podéis ver algunas de sus reliquias en el monasterio de Cañas en La Rioja.