Ayer, portando banderas franquistas y estandartes de la Cruz de Borgoña, pudimos escuchar los cánticos más aberrantes en varios días de protestas: “Torquemada, era camarada”, “Menos Policía, más Inquisición”. Flanqueando a este variopinto grupo, una muchedumbre rezaba el Rosario. No era una peli de Álex de la Iglesia, era Ferraz.
La dictadura supuso un regreso intelectual, cultural y social a los años más negros del catolicismo, aquellos en los que la Santa Inquisición, esa por la que ayer clamaban los reductos más anacrónicos del franquismo sociológico, comandaba el pulso cultural y moral de un país sumido en la más espantosa de las oscuridades.
La Iglesia volvía a ser un instrumento de terror y amoralidad disfrazada de ritos, rectitud y amargura autoimpuesta, siempre situada del lado de los poderosos, nunca del lado de los que menos tenían, que en aquella España de hambre y miseria de la posguerra, eran mayoría.
Cardenales, arzobispos, obispos y curas recibieron un cheque en blanco para actuar con mano de hierro y convertir un país ultracatólico en un aquelarre salvaje de integrismo violento y delirante que hacía de la vida de millones de mujeres, niños y ateos, un infierno lleno de culpabilidad, rezo y complejos que aún hoy extiende sus fauces morales y culturales entre muchos ateos y personas que no vivieron la dictadura.
Fruto de aquellos 40 años de espanto, quedó inserta en la cultura del creyente una pegajosa y rancia niebla idiosincrásica que antepuso la defensa del símbolo frente a la de sus valores más esenciales de bondad y solidaridad. La castidad incorruptible frente al amor. La rectitud frente a la empatía. La admiración de la riqueza frente a la comprensión de la pobreza. La culpa frente a la tolerancia.
Dicotomías que, lejos de haber desaparecido, el capitalismo ha pulido, adaptado, engrasado, convirtiéndolas en cuestiones de estatus, para todos aquellos que se han alejado de la Iglesia a causa del hedonismo y la prisa de los nuevos días.
Esa fe, ese oscuro veneno que el franquismo institucionalizó en la vida, alma y culpa de millones de españoles, sigue dentro de ellos y de sus hijos y seguirá dentro de sus nietos.
Al hablar de los acuerdos del Estado con la Santa Sede y de sus consecuencias culturales y políticas, Javier Krahe dijo en 1977: "se puede seguir tejiendo alfombra, pero algún día será imposible hacerlo al mismo tiempo que crece el polvo que se ha querido tapar, hasta ahora, con relativo éxito".
Los resultados de VOX nos muestran que lo que dice Krahe era cierto. Separando la paja del polvo y defendiendo que era perfectamente lícito no compartir la decisión de la amnistía, lo que vimos en Ferraz y otras ciudades españolas es la prueba de que es imposible seguir tejiendo esa alfombra a la misma velocidad que crece el polvo.
Resulta muy difícil encontrar entrevistas de asistentes a las protestas hechas por medios dudosos de ser de izquierdas (Ok Diario, En Estado de Alarma o El Mundo) que no estén trufadas de insultos, homofobia, agresividad, amenazas, alusiones sexuales, referencias a la Virgen María o el Sagrado Rosario, fascismo, nazismo, incitación al golpismo o racismo.
Ese circo ridículo y lamentable de Ferraz, es solo la punta del iceberg. Pero tapado por el agua, está el resto del iceberg, ese que no sale en la tele, el que no participó en las protestas. Está en nuestro día a día. En nuestros grupos de whatsapp. En el carnicero que nos atiende. En el taxista que nos recoge. En tu cuñado con una cerveza de más en Nochevieja. O sin ella.
Escuchas barbaridades sin cesar que hace 20 años o incluso 10 serían inconcebibles. La ignominia, las medias verdades y las mentiras corren felices por tertulias televisivas, patios de vecinas y cenas de empresa.
Se habla con alegría de un golpe de Estado. De una intervención militar. De lo que habría que hacerle a un presidente democráticamente elegido. No hay freno. No queda un ápice de madurez o responsabilidad ciudadana.
Y con esa actitud temeraria, falaz, infantil, esquizoide y malvada, esta gente deja toda la estabilidad del Estado en manos de una clase, la política, en la que en realidad no cree.
Es terrible. Como si la vida, el Estado, el futuro, fueran tan solo un juego y ellos pudieran salir a dinamitarlo todo sin ninguna consecuencia. Y esta gente tiene hijos. Y nietos. Da clases. Salva vidas. Cocina. Y sobre todo odian.
Porque eso es lo que más hemos visto en Ferraz. Odio. Ridículo, delirante, parodiable. Pero también más calmado, más civilizado. Muchos se han quedado en casa odiando. No lo olvidemos.
Y para odiar tanto como para creer que la democracia debe ser dinamitada, uno debe odiar muy fuerte, con mucho dolor. Con ese dolor antiguo, retestinado, acumulado, del que solo pueden hacer ostentación y modus vivendi aquellos que nunca han vivido su vida libremente y que, probablemente, son hijos, nietos y tataranietos de personas que tampoco han vivido su vida libremente. Personas asustadas, que utilizan palabras que no son suyas para expresar lo que no comprenden y que creen en dioses que, de existir, los mandarían al peor de los infiernos.
En su fe, aprendida de memoria, creen en el “yo” antes que en el “nosotros”, y en el “nosotros” antes que en el “todos”. Y no creen en el valor del perdón, solo en el poder simbólico de lo inquebrantable y de la venganza. Transforman los prejuicios y la ignorancia en algo que llaman fe y que es, en realidad, una inercia que llena de espejismos decimonónicos su profundo vacío crítico.
En su fe, enseñada en los púlpitos de las Iglesias y los mítines políticos, se creen poseedores de las verdaderas esencias de la decencia, el dolor y la verdad. Y ahora, a eso suman una nueva, la de la "libertad". Libertad para decidir cuando un antidisturbios es un héroe o un criminal. Libertad para decidir qué amnistías son buenas. Libertad para decidir que golpes de Estado deben ser honrados y cuáles castigados. Libertad para insultar sin límite, ni consecuencias. Libertad para no pasar por alto un referéndum pero sí 7 viajes de placer con un vendedor de cocaína al por mayor. Libertad para hablar en nombre de "los españoles", cuando realmente solo estás hablando en nombre de aquellos que te pagan.
Ver a sus títeres en Ferraz ha sido gracioso, pero también deja un poso de inmensa tristeza. Esta gente no representa nada, absolutamente nada, más que ignorancia e ira. No tienen nada constructivo que ofrecer. Gritan consignas que no entienden. Matarían por un pasado glorioso que solo fue repugnancia y muerte. Solo saben lo que odian, pero no lo que quieren. Son esos que dicen que no hay que reabrir heridas, cuando ellos son la puta herida sangrante de este país.
Son los mismos de los que hablaba Machado cuando dejaba España: “los que al escuchar las palabras sagradas solo piensan en matar por lo sagrado, pero jamás en comprender las palabras".
Los que volverían a aquellos tiempos de Torquemada o de Franco en los que eran las creencias, sus creencias, las que definían la sagrada línea entre el bien y el mal, la vida y la muerte, la verdad y la mentira, el cielo y el infierno, España y la nada.