Leo en El País que, de madrugada, antes de que salga el sol, Madrid y Barcelona se llenan, como nunca antes, de personas haciendo running. Las luces de los gimnasios 24 horas, que surgen como setas, centellean en el silencio de una noche a la que aún le quedan horas. Entreprenneurs y criptolais sudan la gota gorda y alimentan sus ojeras con zumos orgánicos y bebidas energéticas.
Es el FOMO, que se describía por primera vez, hace más de quince años, así:
"Miedo a perderse un acontecimiento emocionante e interesante y el sentimiento de que los demás tienen una vida mejor y más plena".
Un fenómeno que, según los psicólogos y psiquiatras, se ha acentuado por la imagen bucólica que las redes sociales nos muestran de las vidas de los demás y que llevan, sobre todo a las nuevas generaciones, a utilizar lo único que tienen, el tiempo, como moneda de cambio para hacer frente a este vacío.
Pero el no va más es esa opción que ha implementado Neflix con rotundo éxito: la de ver las series a velocidad x1,5 o incluso x2.
Soy incapaz de imaginarme viendo mis películas o series favoritas a mayor velocidad. ¿Con qué intención? ¿Qué tiene que hacer esa gente que les lleva a joder la cadencia y el sentido de la narración? Entiendo que hay padres y madres al principio de la crianza, que no tienen ni un minuto para conciliar en condiciones. Pero esta opción se ha implementado pensando en los jóvenes. ¿Qué vida tiene un adolescente que estira tan celosamente su tiempo?
Decía Dos Passos que la gente que tiene prisa es la que no entiende la importancia del tiempo. Incluso yo, que soy de naturaleza apresurada, no puedo comprender qué la música esté cambiando su modelo de negocio hacia el single y esté dejando de lado el disco, que los libros sean cada vez más cortos y tengan las letras más grandes, que la gente esté cambiando el libro por el audiolibro a doble velocidad, que las películas cada vez duren menos o que la capacidad de atención de las nuevas generaciones haya bajado un 75% en los últimos 10 años.
La pandemia, que expuso a millones de jóvenes y adolescentes, como ninguna otra circunstancia, a la espera y la paciencia, triplicó los casos de suicidio y depresión, sacando a la luz una realidad difícil de asumir: las nuevas generaciones necesitan la vida social de forma esencial, o lo que es lo mismo, no saben estar consigo mismas, no pueden estar solas. Y sabemos que eso nos está pasando también a los que comenzamos a peinar canas.
Cuando se mezclan el sentimiento de soledad y la falta de recursos, la prisa surge, espontánea, como una especie de lubricante de la ansiedad, que, de forma instintiva, se activa para dar sentido a existencias homogéneas e insulsas. El aburrimiento se barniza con una premura constante para dotarlo de un brillo que lo haga tolerable, pero sigue siendo aburrimiento.
A la prisa, hay que sumar su principal consecuencia conductual: la continua necesidad de tenerlo todo planificado y controlado. Si no somos capaces de esperar, forzamos que las cosas pasen y así evitamos "perder" el tiempo. Eso explicaría la necesidad de doblar la velocidad de los capítulos o la incapacidad de entender que, para que un single brille con más intensidad, precisa de canciones secundarias que lo enmarquen en un concepto, dotándolo de contrastes, duración en el tiempo y memorabilidad.
Se vive así la vida creando planes continuamente, fabricando escenarios donde lo maravilloso "tenga" que ocurrir. Pero la esencia de lo extraordinario late, generalmente y, como su propio nombre indica, en lo inesperado. La inmensa mayor parte de las cosas buenas que nos pasan en la vida llegan sin avisar.
Y así pasan los años, viviendo existencias con prisa que buscan más tiempo para alargar la prisa. Haciendo todo sin pausa, sin levantar la vista, sin pararse a contemplar, asociando la paciencia y la espera al fracaso, pensando que lo que no se obtiene ya, nunca podrá conseguirse. Creyendo que si el amor no surge ya, no existe o que todo aquello, sea un lugar, una ocasión o una película, que no muestra de forma inmediata su belleza, es innecesario o intrascendente.
Ya han llegado esos días en los que comenzamos a confundir el tiempo de las horas con el sentido de toda una vida. Qué mal lo estamos haciendo todo, joder. Y cómo nos lo hemos tragado.