Los títulos se multiplican. Los másteres crecen de forma exponencial.
El conocimiento también crece, pero no al mismo ritmo, ni al mismo ritmo tampoco aumenta la necesidad de especialización en los empleos disponibles. Pero da igual: ni los fines son lo que eran, ni los medios pueden limitarse a tan estrecho límite.
La enorme proliferación de títulos, ramas, subramas y arbustillos que nos acosa desde las universidades y centros de estudios, obedece en realidad a otra cosa: la necesidad de emitir títulos a la carta para que, igualmente a la carta, se pueda enchufar a quien te dé la gana, justificándolo en la mayor adaptación curricular al perfil laboral. Estamos ante la apoteosis del postureo académico.
La idea es simple: quieres sacar una plaza pública de algo, o una privada pero con aparente transparencia, y quieres dársela al sobrino del banquero que te va a firmar el crédito. Puedes hacerlo porque sí, arriesgándote a que alguien te demande, o arme un buen lío, o valorar el máster en cinemática textil (hacer calceta) con tres puntos, frente a los dos que vale un premio Nobel. Así surgirá el máster en cinemática textil, que ofrece tu propia empresa a través de una Fundación, y al que acudirán veinte mastuerzos desesperados, el sobrino del banquero elegido de antemano, y ocho vividores que se apuntan a esas cosas porque sus padres se lo pagan y prefieren no salirse del circuito formativo, de la vida de estudiante, porque es donde mejor se vive cuando tienes los gastos pagados.
En las universidades es muy típico y las propias universidades ofrecen los cursos. En los periódicos y medios de comunicación afines, ya es la monda. La banca se ha subido poco a poco a ese carro, mientras multiplica sus EREs.
Sólo nos falta el Estado dando cursos de pago para opositores. Y apuntad esa idea, porque sería genial y reduciría el déficit: quien quiera opositar, que hago dos años de máster en Opositología y Empleología pública. Se les cobrarían 10.000 al año y valdría tres puntos.
Sería redondo.