Por culpa de su pinta de marciana cabezona y de su trastorno dismórfico corporal, Shirley pasó una infancia y una adolescencia dantescas, como una especie de Carrie sin superpoderes: en el colegio se reían de ella y le pegaban por ser demasiado pálida, delgada y feucha y, luego, ella llegaba a casa y se autolesionaba: odiaba el cuerpo que Dios le había dado.
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