—Hola a todos —nos saluda el chico, que lleva una bata de médico llena de manchas de sangre—, soy Fernando.
—¡Anda, como tú! —interrumpe mi novia señalándome.
—Como todos vosotros, soy estudiante de psicología —prosigue el anfitrión ignorando a Marta y, con la mirada perdida, continúa—: y desde hace años, también estudio la vida y obra del Doctor Sarmiento. Ya os avisé cuando me llamasteis de que esta no es una escape room habitual. Hasta ahora solo una persona ha conseguido escapar de la sala a la que vais a entrar. Para conseguirlo deberéis desentrañar las oscuras intenciones del Doctor Sarmiento antes de que su experimento acabe con vuestra cordura, o con vuestras vidas.
Es curioso lo del apellido del doctor. La verdad es que me ha dado un escalofrío cuando lo he escuchado, pero tiene que ser casualidad porque yo le mandé el de siempre. En fin, si hubiese cuidado un poco la atmósfera y la decoración de la entrada a lo mejor habría dado algo de miedo la introducción. El detalle de montarlo en una casa de un pequeño pueblo de la sierra está bien, pero el recurso de la bata llena de sangre ya está muy manido. Tampoco se le puede pedir mucho a un principiante en este negocio; casi le estamos haciendo un favor viniendo. Pero es que ya he ido con Marta a decenas de escapes por todo el país, y este es el único de por aquí cerca al que no he jugado. Si no fuera por el cartel que vimos en la facultad, este fin de semana me habría tocado convencer a Armando y Elena de irnos bastante más lejos, y cada vez están menos por la labor. O me habría ido a solas con Marta, pero jugar de dos no es tan divertido, así que puede que al final acabara pasando el finde escuchando alguna perorata de mi padre sobre la enésima investigación psiquiátrica de dudosa validez científica que descubrió en un libro hace años, antes de que cayera en el olvido. El pobre ha tenido demasiado tiempo para leer.
Entramos en la habitación. Yo voy el último. Nuestro anfitrión cierra la puerta por fuera. La iluminación es bastante molesta, viene de un tubo fluorescente en el techo que a duras penas consigue mantenerse encendido entre quejidos. Es una habitación blanca acolchada, recreando una estancia segura de un manicomio, o al menos la idea que tengo de una sala así. Muy a mi pesar, sólo las he visto en las películas. La sangre de las paredes está muy bien conseguida. Normalmente hay muchas cosas que toquetear y explorar buscando pistas, pero esta habitación sólo tiene un enorme y sucio espejo incrustado en el acolchado de la pared. Tiene un golpe en el centro, y grietas que se extienden desde ahí hasta los bordes.
—Hay un diario en el suelo —anuncia Elena.
Elena está agachada, hojeando el diario. Se levanta y Armando también lee por encima del hombro. Marta y yo exploramos la habitación, apretando el acolchado de las paredes por si hay algo dentro, intentando mirar a través del espejo, metiendo los dedos en los resquicios de las esquinas, entre las paredes y el suelo de loza, y entre las costuras del acolchado. Nada. Pues si sólo vamos a tener el diario, espero que se lo haya trabajado bastante, o esto va a ser muy pero que muy aburrido.
—Bueno, ¿qué dice el diario? —pregunto.
—Parece el diario de una tal Marta Aguirre, señora del Dr. Sarmiento —dice Elena.
—Muy original —se queja Armando, negativo como siempre—. A ver si nos dice cómo pasar a la siguiente habitación, porque esta es una mierda.
—Bueno, está bastante conseguida —contesto. Me lo callo, pero lo de usar el nombre completo de Marta me ha gustado—. Déjame leer el diario, a ver si nos sorprende.
Elena me pasa el diario y lo hojeo un poco antes de empezar a leer en voz alta:
“23 de octubre de 1984.
Hace días que dejé de tener las visiones. Fernando me sigue hablando a través del espejo, pero al menos ya no los veo. No desde que ayer por fin hice lo que tenía que hacer. Había que matarlos a todos, era la única forma de que desaparecieran. No puedo quitarme de la cabeza tanta sangre, y no me ayuda que las paredes sigan salpicadas de ese rojo acusador.”
Armando y Elena se echan a reír. Paro de leer con media sonrisa y cara de tonto, pensando que a lo mejor les ha hecho gracia lo de “rojo acusador”. Pero no, es Marta, que se ha puesto de espaldas a un rincón, y se ha desmelenado los pelos para parecer una loca. Se da la vuelta, y levantando las manos como si fuera el lobo de caperucita, dice: “¡Soy Marta dos y os voy a matar a todoooos!”. Elena hace como que le da un par de tortazos y grita: “¡Sal de ahí Marta dos! ¡Vuelve, Marta verdadera!”. Todos nos reímos un rato. Incluso Armando sonríe un poco.
—Bueno, sigo leyendo, que no sé cómo vamos de tiempo —apremio.
—Es un poco temprano, pero puedes preguntarle por el walkie —me dice Marta.
—Yo no lo tengo. Creía que os lo había dado a vosotros.
—A mí no me mires, tú te encargas de esas cosas —dice Armando. Elena niega con la cabeza. Tampoco sabe nada del walkie.
—Bueno, es igual, nos estará escuchando. Nos dirá algo si vamos mal de tiempo. Voy a seguir. —echo un vistazo rápido a algunas páginas y continúo—: Hay varios días más. No para de decir que ya está sana, que ya no tiene visiones, y que no entiende por qué Fernando no le deja salir ya y le sigue hablando a través del espejo. Luego hay varias hojas arrancadas. Aquí está la chicha. Esta página es más larga. La letra se entiende mucho mejor, aunque parece que es de la misma persona.
—Déjame eso —dice Marta, que me quita el diario.
Marta lee para sí misma un poco y me mira a los ojos, con el rostro desencajado. Pálida, con el diario temblando en sus manos, lee en voz alta con un nudo en la garganta.
“22 de octubre de 1994.
Ya hace diez años que no los veo. Yo jamás lo olvidaré, pero tengo que hacer que los demás tampoco lo olviden.
En mi familia siempre ha habido historiales de esquizofrenia. De ellos yo sólo conocí a mi tía Luci antes de que la internaran. Ella hablaba con los hombres de verde”.
Marta deja caer el diario al suelo. La luz se apaga. Elena deja escapar un grito ahogado. Armando dice que no tiene gracia, que encienda ya la luz. Suena la puerta al abrirse. “Uuuh qué miedo”, ridiculiza Armando. Se escucha a alguien susurrar. La puerta se cierra. Seguimos a oscuras. Oigo varios golpes sordos, húmedos. Algo cae al suelo con un ruido metálico. El latido de mi corazón golpea frenético mis oídos. Una luz en el espejo; un rostro se adivina al otro lado sonriendo con malicia. Parpadeo, y la luz vuelve.
Esto debe ser una pesadilla. Elena está sentada contra la pared y Armando yace boca abajo desparramado sobre ella, ambos sobre un charco de sangre que no para de crecer. Miro a Marta, que me enseña las palmas de sus manos llenas de sangre, aún goteando. Las gotas caen lentamente sobre un pequeño cuchillo en el suelo, junto a sus pies. Les ha rajado el cuello como a dos corderitos.
—Ma…Marta —consigo vocalizar—. ¿Qué has hecho?
—No sois reales. No sois de verdad. Sois solo imaginaciones mías.
—¡¿Pero qué estás diciendo, Marta, te has vuelto loca?! —Me dirijo al espejo.— ¡Abre la puerta!¡Déjanos salir!
—¿Desde cuándo nos conocemos? Llevamos años estudiando juntos. Tú usas mis apuntes en la facultad. Si eres real, dime, ¿por qué no has reconocido mi letra en el diario? —se agacha y recoge el cuchillo, los ojos inyectados en sangre.
—Marta, Marta. Cálmate, por favor —me acerco a ella con las manos por delante, sin perder de vista el cuchillo—. ¿Estás segura de que es tu letra? Y de todas formas ¿me matarías por no reconocerla?
—Atrás. Aléjate de mí. Coge el diario. Sigue leyendo. En voz alta.
—Está bien, si eso te tranquiliza, seguiré leyendo. Pero recuerda que esto es un maldito juego. Siempre has tenido tu enfermedad a raya, nunca has tenido un brote.
—¿Y cómo lo sé, eh?¿Cómo puedo saberlo? ¡Cállate y lee el diario!
“Hasta que un día a Luci le dio por decirle a la Guardia Civil que Paco, su esposo, era un asesino, que se lo habían desvelado los dichosos ‘hombres de verde’. En el cuartel aquello no les hizo gracia precisamente, y Paco no opuso la más mínima resistencia a que la encerraran en el psiquiátrico.
Cuando empecé a ver a Elena y Armando, tu padre, que era psiquiatra, tampoco dudó en internarme en el Sagrado Corazón. Después de todo lo que hice por él. Le rogué que no lo hiciera, pero no se apiadó de mí. Se dedicó a estudiar mi caso, y cuando por fin me dieron el alta en el psiquiátrico, me encerró en esta maldita habitación de la casa del pueblo. Esperaba que lo que me sirvió a mí les funcionara a los demás, quería convertirlo en un tratamiento que relanzara su carrera. No me sacaría hasta que volvieran ellos. Hasta que volviera a jugar al juego y escapara de nuevo. Me estudiaba a través del maldito espejo. Quería descubrir mi método para vencer la enfermedad, y no le importó usarme de conejillo de indias.
Lo conseguí de nuevo, y el bastardo de tu padre se fue de rositas, yo no pude hacer nada. Tuve que seguir viviendo como su esposa. Me internaría otra vez si le delataba. Montó una clínica en la capital e intentó curar a algunos pacientes esquizofrénicos. Fuera lo que fuese que inventó mi mente para escapar, a los demás no les funcionaba. Se quedaban ahí dentro, solos, y no mejoraban precisamente. Uno acabó suicidándose, y sus familiares le denunciaron. Se quedó en la ruina, desprestigiado y expulsado del colegio de medicina, así que inspirado en mi tormento, se le ocurrió la idea de las salas de escape. Un negocio redondo, aunque sigo sin poder entender que gente en sus cabales pagara para que les encerraran en una habitación y no les dejaran salir hasta que resolvieran unos acertijos y les dieran algún que otro susto. ¿Qué clase de diversión era esa? Les contaban mi historia. Mi sufrimiento. Y en vez de denunciarlo, le pagaban. Cómplices. Criminales.”
—Marta, no quiero seguir leyendo. Ese muchacho está loco y te quiere volver loca a ti. ¿Qué te ha dicho cuando apagó la luz y te dio el cuchillo?
—Marta está loca, Marta está loca. ¡El cuchillo no me lo ha dado nadie! Lo encontré en una esquina entre los pliegues. Sigue leyendo.
—Pues con más razón. ¿A quién se le ocurre dejar a cuatro personas encerradas aquí con un cuchillo?
—Y lo de mi tía Luci y los hombres de verde, ¿qué? La historia de mi tía sólo te la he contado a ti. Marta está loca, Marta está loca. ¿Quien está loca, yo? ¿o la mujer del diario? Te he dicho que sigas leyendo.
—Marta, tú no tienes ninguna tía Luci. Esa historia la cuenta mi padre cada dos por tres. Se la habrás escuchado a él. Suelta el cuchillo, por favor. No voy a hacerte daño.
—¡Cállate y sigue leyendo!
“No podía soportar que convirtiera mi martirio en una maldita broma macabra para sacarle los cuartos a jóvenes y no tan jóvenes, como se hacía antiguamente con lobisomes, enanos y mujeres barbudas. Salieron imitadores por todo el país, y mi marido consiguió que muchos de ellos les pagaran regalías por usar su nombre en el juego de las salas de escape. Era el colmo, las había hasta en las ferias ambulantes. ‘¡Entre en la desquiciada mente de la señora del Doctor Sarmiento!¡Pero cuidado!¡Puede que no salga con vida!’
Así que sin pensarlo demasiado, un día tomé cartas en el asunto. Debí planearlo mejor, pero resultó ser más fácil de lo que esperaba. Fui a una feria, entré como un cliente más en un grupo de desconocidos, y cuando se apagó la luz, saqué el cuchillo y les rebané el cuello. Ya he perdido la cuenta de cuántos de esos cerdos he degollado de feria en feria. Al principio los rumores incluso atrajeron a más clientes, que se excitaban todavía más cuando una desconocida entraba con ellos. Pero al final la policía actuó y se prohibieron estrictamente las salas de escape. Mi marido está en prisión por dirigir una organización criminal, que es donde debe estar, y las malditas salas de escape quedarán cerradas para siempre. Nunca más volverán a reírse de los que sufren mi enfermedad.
Y yo, hijo mío, descansaré aquí. No me volverán a encerrar. Pórtate bien con tu tía”.
—Una historia más. Un cuento como los de cualquier escape room, Marta. Venga, suelta el cuchillo. Denunciaremos a la anfitriona y diremos que has tenido un episodio de demen…
—¡Cállate! —Se acerca agarrando con fuerza el cuchillo.— ¿Creías que me ibas a engañar? ¡Ese diario es de tu madre! Claro que tus padres te abandonaron cuando eras pequeño. Porque ella murió en esta habitación, y él estaba en la cárcel. Y ahora él vuelve contigo, veinticinco años después, y te convence para encerrarme aquí, como hizo con ella. Para curarme de mis alucinaciones, de mis amigos imaginarios, de Elena y Armando, ¿verdad?
—Son reales, Marta. Los has matado —contesto entre sollozos.
—¡No mientas más!¿Cuál es tu apellido de verdad?¿Eh?¡El de tu padre!¡Dilo!¡Dilo en voz alta!¡Dime tu apellido!
No puedo pararla. No tengo fuerzas. Me corta las manos con las que intento detenerla. No sé cuántas veces levanta el cuchillo y lo hunde en mi cuerpo con un frenesí endiablado. La sangre que resbala por mi pecho y que mana de mi vientre no es lo último que veo. Son esos ojos. Esa rabia. Ese odio. Aunque pudiera decirle que no sabía nada de esta encerrona, no me creería. Con lo que me queda de aire en los pulmones, intento pronunciar mi verdadero apellido. No el de mi tío. El apellido del único que podía conocer a fondo la historia de mi madre y repetirla de esta forma tan retorcida. El apellido de mi padre. Sarmiento.