Se quitó los vendajes de las manos, las quemaduras estaban prácticamente curadas y comprobó con satisfacción que sus índices y sus pulgares ya no tenían surcos identificables.
Se miró en el espejo y cogió la maquinilla de afeitar. Pronto su cabeza lució completamente rapada.
Reunió en una papelera todos sus documentos, sus ropas, sus objetos personales y les prendió fuego.
Salió al sol ardiente, la capucha del jersey cubría su pelada cabeza. Acababa de cometer un asesinato. Había matado a Luis Fuentes Somoza, el hombre que le había esclavizado, mentido y torturado durante toda su vida. El hombre que nunca había querido ser, el sicario implacable, temido y odiado a partes iguales a ambos lados de la frontera, cuyos días se contaban por muertes desde que, siendo poco más que un niño, asesinó a su padre por dinero y a su madre por lástima.
Esas dos primeras muertes marcaron a fuego el resto de sus días. El dinero y la pena le acompañaron desde entonces como el revólver y el puñal que usaba para acabar sus trabajos, instrumentos en cuyo manejo se fue volviendo todo un virtuoso con el paso de los años, sin darse cuenta de que la lástima y la plata iban sembrando veneno en su corazón. El odio ajeno, reverso del temor que producía en los hombres, nunca le afectó. Luis sabía que su cotización en el mercado mortal que lideraba dependía en gran medida de esos factores. Cuanto más temido fuera, más estarían dispuestos a pagarle esos hombres, que no querían ser eliminados por él, para que matara a sus rivales.
De todos modos, Luis sabía que todos acabarían cayendo bajo su puñal o sus balas. En su negocio sangriento, la muerte solo era cuestión de tiempo. Al menos, la mitad de las muertes. La otra mitad era para él una cuestión piadosa. Así se lo explicaba a Don Gonzalo, su confesor en Aguas Calientes, cuando negociaba con él las penitencias, diciéndole que solo era culpable de la mitad de sus muertos. Por la otra mitad deberían canonizarme, padre, añadía casi en serio. A lo largo de los más de treinta años que la muerte ajena marcó su vida, intentó mantener equilibrada la imaginaria balanza en la que pesaba sus muertes, poniendo a un lado las que le daban para vivir y al otro las que convirtieron la sucesión de sus noches en una interminable pesadilla que jamás le permitió descansar en paz y de la que despertaba siempre empapado en un sudor frío como si el infierno se hubiera congelado en su corazón y con las manos sacudidas por unos temblores que apenas le permitían servir un largo vaso de tequila, turbio como su memoria.
Pero llegó el día en que Luis ya no supo a quién mataba por dinero, a quién por lástima y a quién, como si sirviera de algo, por mero aburrimiento. Su balanza interior se desequilibró, luego se rompió, luego se convirtió en una ruleta. La costumbre de matar, porque uno siempre se acostumbra a aquello que hace bien, se convirtió de pronto en un paisaje desconocido. Hasta aquella noche en la que entró a hierro y fuego en el rancho de Mr. Brown, cobrándose más de cincuenta almas entre puñaladas y balazos. Nada nuevo en la vida de Luis Fuentes Somoza, nada inesperado había tampoco en las muertes de aquellos hombres que sin saberlo le habían llamado.
Pero el amanecer lo sorprendió apuñalando una y otra vez el cuerpo de una niña, muerta ya horas antes, sin saber por qué lo hacía. Sin saber siquiera si era él el que se había cobrado esa vida o solo la había encontrado así y ahora intentaba remendar su cuerpo a puñaladas, sin saber cuáles daba por odio y cuáles por miedo. A continuación se encontró frente a un espejo, frotándose la cara con las manos ensangrentadas, como si así pudiera borrar ese llanto que no sabía cuándo había empezado.
Decidió que esa sería su penúltima muerte. La última habría de ser la suya propia. Salió al sol ardiente, la capucha del jersey cubría su pelada cabeza. Luis Fuentes Somoza ya no era más que uno de tantos desaparecidos en la guerra eterna que sacudía la frontera. Acaso un día encontrarían un cadáver desconocido y algún policía hambriento de fama mordería su nombre para adjudicarse el muerto. Al carajo con todos ellos. Empezaba a sentir que nunca había sido Luis Fuentes Somoza, pero aún no sabía quién iba a ser en el futuro. Tan preocupado como estuve de matar mi pasado, de matar al otro, al que nunca quise ser, había olvidado pensar en quién sería a partir de hoy, en mi nueva vida, cómo sería el hombre que nacía de las cenizas de unos documentos quemados en una pensión de frontera.
El roce de la capucha contra mi cabeza afeitada resultaba agradable y daba ganas de imaginar. Hacía calor, pero no demasiado. Pensé en una cerveza y calle adelante vi un bar, esquinado con un callejón. Me dirigí hacia allí, pensando quién iba a ser el hombre que entrara en ese bar, a quién iban a ver los desconocidos con los que me encontrara allí. Necesitaba un nombre, una historia, un pasado. No podía tener un futuro, ni siquiera un presente, si no tenía un pasado. Cómo pude ser tan estúpido y olvidar todo eso. Cómo pude tener tanta prisa por morir.
De pronto, el futuro perdió toda su importancia cuando el gran coche negro se detuvo ante la puerta del bar.