Esta noche la lluvia no me ha dejado dormir. Empezó como si tal cosa, como algo inofensivo y sin importancia, como empiezan las catástrofes. Una gota de agua cayó sobre la punta de mi nariz. Una sola, pequeña, minúscula, nimia gotita. Casi me pareció oír el plic mientras rebotaba sobre la punta de mi nariz y se deslizaba hacia mi pómulo. Abrí los ojos, pero no le di importancia. Creo que pensé que estaba soñando. Pensar que la vida es un sueño puede ser una defensa contra lo irremediable, pero es un consuelo efímero. Por eso cayó otra gota sobre mi nariz. Y otra. Y otra.
Me levanté. Encendí la luz. Miré hacia arriba. El techo seguía en su lugar habitual, a unos dos metros y medio por encima de mi cabeza, blanco, aunque un poco amarillento ya por el humo de mis cigarrillos, a pesar de que no llevaba ni tres meses en este apartamento. Pero lo más importante era que estaba seco, o eso parecía. No se veía ninguna mancha de humedad en la zona que estaba sobre mi cabeza, ni en ninguna otra parte del techo en realidad. Decidí que el techo estaba seco, aunque eso no me gustaba porque, si las gotitas, pequeñas, minúsculas, inofensivas, sí, pero húmedas y molestas al fin y al cabo que habían caído sobre mi nariz no provenían del techo ¿de dónde venían?
Se me ocurrió que a lo mejor había llorado en sueños. Esa idea no me gustaba nada en absoluto. Además ¿estaba realmente dormido cuando cayó la primera gota sobre mi cara? No, no estaba dormido. Estaba recordando la noche que conocí a Carla, el cruce de miradas en la cola de la filmoteca, la sonrisa inevitable, la decisión no sé si suya, mía o de ambos, de sentarnos juntos. Y después, al salir, la noche que se hizo eterna entre vinos y cigarrillos, cerrando bares, más ebrios de conversación que de alcohol. La lluvia prodigiosa al borde del amanecer, cuando el domingo nació arcoiris y nos llevó, indiscutible, a dormir muy juntos en su casa, sin hacer el amor, cansados ya de tanto como íbamos a querernos.
Es cierto, llovió al amanecer, al final de aquella noche que parecía que no iba a acabarse nunca. Amaneció tan despacio que nos dio tiempo de llegar a su casa antes de que fuera de día, bajo aquella lluvia fina como la risa de Carla, que se metía bajo mi piel y se mezclaba con mi sangre espesa, aliviándome del peso de la vida.
Plantado en mitad de mi habitación, en calzoncillos, recordando, me sentí un poco idiota y tuve sed. En la cocina, mientras el agua corría por el fregadero, con el vaso en la mano, sentí como me caía una gota de agua en la nuca y se deslizaba por mi espalda. Cerré el grifo, como si hubiera alguna relación entre el agua del grifo y la que, innegable, acababa de mojarme el cuello. Miré hacia arriba. Nada. Bueno, no exactamente. Parecía como si un cristal flotara a media altura sobre mi cabeza. No se veía nada en realidad, pero había un trozo del aire que parecía diferente, como si tuviera una textura más espesa de lo normal.
Me cayó una gota de agua en el ojo. Venía directamente de ese defecto del aire que estaba mirando. Ahora no tenía ninguna duda. Sobre mi cabeza flotaba una lámina de agua, no muy grande, del tamaño de mi mano, más o menos. Me quedé mirando atentamente, calculando sus dimensiones a partir del modo en que deformaba el aire. Al principio no era fácil distinguir los bordes, pero al cabo de un momento el ojo se acostumbraba a la sutil diferencia en la consistencia del aire. Era como si en ese punto en concreto alguien hubiera colgado un cristal graduado, pero con una graduación muy baja. Mientras observaba y me preguntaba de dónde vendría esa lámina de agua que flotaba sobre mi cabeza, esta se deshizo en una pequeña lluvia. No puedo explicarlo de otra forma. Me llovió encima. Una lluvia fina, breve y explosiva, como una pequeña carcajada. La cantidad de agua que me cayó encima equivalía, más o menos, a un vaso de agua. Me empapó la cabeza y los hombros, por supuesto. Miré el vaso de cristal que todavía tenía en la mano, vacío, como si en él hubiera alguna explicación a lo que estaba pasando, pero no la encontré.
Encendí todas las luces de la casa, camino del baño donde cogí una toalla. Iba observando cuidadosamente el techo, en busca de otro de esos charcos flotantes, de esas anomalías transparentes que deformaban la luz a su alrededor como si fueran sonrisas colgadas del techo, pero no encontré ninguna. Salí del baño con la toalla sobre los hombros y me dirigí al salón en busca de un cigarrillo. Busqué el mechero sobre la mesa, apartando los folios manchados y las fotografías boca abajo sobre cuyas espaldas se leían fechas y pequeñas frases. Allí estaba el mechero. Rojo carmín. Encendí el cigarrillo y me acerqué a la ventana. Apenas pasaban ya coches y se diría que a la luz de las farolas le costaba llegar al suelo. Debía de ser uno de esos momentos absurdos de mitad de la madrugada, entre las tres y las cuatro, cuando parece que las cosas existen de otra manera.
De pronto me cayó un chaparrón. No puedo definirlo de otra forma. Empezó a llover en todo el salón. El charco, porque en ningún momento vi nubes, sino tan solo esa especie de charcos flotantes a media altura sobre mi cabeza, el charco, digo, debió haberse formado mientras yo estaba despistado buscando el mechero color carmín, cuando no quería mirar el rostro de las fotografías, mientras miraba por la ventana sin recordar nada en especial. Nada en especial. Y llovía a base de bien. Pero la lluvia caía de una forma extraña, lenta, suave, como si fuera el propio aire el que se deshacía sobre mi cabeza en forma de gotas. Me cubrí con la toalla y salí corriendo del salón.
Volví a la habitación y me eché sobre la cama. Había llevado los cigarrillos carmín conmigo y encendí otro, mirando al techo. Me pregunté, de la forma más lógica y racional que fui capaz, si estaría durmiendo. Me respondí que era la única explicación sensata a lo que estaba pasando. Más tranquilo al saber que todo era un sueño, di una profunda calada al cigarrillo y expulsé el humo hacia el techo. Vi como el humo se detenía a medio camino, como si hubiera tropezado con un cristal, y supe con medio segundo de antelación que iba a llover sobre mi cama, como así fue.
Me levanté de un salto y me aparté un poco, justo para vez cómo la lluvia caía justo sobre el colchón y ni una sola gota fuera de la cama. El suelo alrededor estaba completamente seco, mientras el colchón iba empapándose dulcemente y sobre las sábanas se formaban pequeños charcos con forma de sonrisas.
De nuevo en la cocina, busqué la botella de ron. Estaba casi vacía, pero hubo suficiente para llenar hasta la mitad el vaso en el que no llegué a beber agua un rato antes. Lo vacié de dos grandes sorbos. Me pregunté qué se puede hacer en una situación como esa. Un pequeño chubasco completamente absurdo me dio la respuesta.
Fui a la habitación. Por el pasillo llovía como cuando los niños se reían de mí en el colegio, pero en el salón caía un chaparrón que se parecía al descubierto que no había parado de crecer en mi cuenta bancaria en las últimas semanas. Al pasar por el baño vi que allí llovía como si fuera primavera, tal vez porque olía al jabón de baño floral de Carla. En la habitación me pusé el chubasquero del color de los ojos azules como los ojos de Carla. Llovía a carcajadas sobre la cama cuando me eché sobre el colchón empapado y no paró de llover durante toda la noche, por toda la casa, mientras yo lloraba por última vez a Carla.