«Y allí estaba, de nuevo frente a ella, no sabía si algo más temeroso de lo habitual, no dejaba de ser parte de sí mismo y sin embargo no terminaba de acostumbrarse a esa traicionera página en blanco.»
Cuando leyó esa frase, en lo alto del ejercicio que estaba en lo alto del montón de ejercicios que tenía que corregir esa tarde, Luis Antón Martín Entremeras, LAME para los amigos y también para los enemigos, porque en el mundillo literario era difícil saber dónde acababa una categoría y empezaba la siguiente, sonrió complacido. Se iba a enterar ese niñato, ese… miró el nombre en lo alto de la página, ese tal Carlos Sendín, de lo que era escribir. Y encima tenía buen nombre, el cabrón, corto y potente, uno de esos nombres que quedarían bien en la cubierta de mis libros, pensó LAME. Pero daba igual, el nombre no es nada hasta que lo llenas de ti, como le gustaba decir en sus clases y, sobre todo, en las “actividades extraescolares” que tenían lugar en Las Iguanas, el bar al que iba a la salida de clases y donde se dejaba invitar generosamente por cualquier alumno que se atreviera a acercarse al fuego sagrado de su saber mientras él no dejaba de intentar acercarse a las hornacinas de las alumnas deseoso de hacerlas arder con su flamígera lengua.
Crear la EEE (Escuela de Estilo y Escritura) junto a Gonzalo Sandoval, el reputado crítico literario y gastronómico, único escritor capaz de beber tantos gintonics como LAME sin que se lo notara tanto como a él, y Fernando Zamarralegui, el denso émulo de Faulkner, eterno candidato a Premio de la Crítica aunque nadie fuera capaz de acabarse sus libros o tal vez por eso mismo y compulsivo bebedor de vino con gaseosa a cualquier hora del día y en cualquier circunstancia, había sido una de las mejores ideas que nunca pudo haber tenido. Trabajaban poco, ganaban una pasta, se hinchaban a ligar (bueno, LAME se hinchaba a ligar; Gonzalo era demasiado tímido y Fernando se había vuelto fiel al casarse) bebían todo lo que querían y, sobre todo, podían frustrar las vocaciones de los futuros escritores justo mientras estaban formándose. No podía haber mayor placer.
Como este Carlos Sendín, cuyo nombre le desafiaba desde lo alto del folio que, en lo alto de la pila de los ejercicios que tenía que corregir, daba su nombre a esa frase banal acerca de la hoja en blanco. LAME cogió a su vez una hoja en blanco y, sin titubear lo más mínimo, escribió lo siguiente:
"Reconozco que solo he leído el principio de tu texto y con eso me ha bastado para escribir mi valoración. Es difícil ser más vulgar, banal y superficial en tan pocas líneas. El autor que escribe mal piensa mal y si piensa mal es porque no se enfrenta a la vida de la forma correcta, porque no se ha hecho las preguntas adecuadas. La hoja en blanco ¿Qué es? ¿Quién es? ¿Qué representa?
“No dejaba de ser parte de sí mismo”, dices tú. ¿Tú eres una hoja en blanco? ¿Estás a medio hacer? O, aún peor, ¿Estás en blanco? Si eres una hoja en blanco ¿qué pretendes aportar al mundo como escritor? ¿Tu vacío existencial? Para hacer eso uno tiene que ser Camus, como mínimo, y te aseguro que el bueno de Albert no escribía frases tan vacías como las tuyas.
Hablemos claro. Para un escritor, un escritor macho como los que nombró Cortázar, la hoja en blanco es una mujer que se nos ofrece. Desnuda, por supuesto. ¿Y qué hace uno ante una mujer desnuda? ¿Apocarse, “más temeroso de lo habitual” como un lector hembra? ¿Esconderse ante su “traicionera” presencia? ¡¡No me jodas, Carlos!! Uno no puede ser escritor si se anda con mariconadas de página en blanco. Deja eso para las niñas de colegio de monjas. Un escritor de verdad, un escritor con cojones, como Cela, como Hemingway, un escritor capaz de pegarse un tiro o partirse la cara por una mujer ¿Sabes lo que hace con la hoja en blanco? ¡¡¡Se la folla!!! Se la folla, joder, se la folla. Uno se folla a las páginas en blanco como se folla a las mujeres de los amigos. Sin contemplaciones y de manera inolvidable.
¿Y cómo se folla uno a la hoja en blanco? ¿Cómo haces que la mujer de tu amigo se abra a ti como una flor trémula? Piénsalo, Carlos. Si nunca te has tirado a la mujer de tu amigo, nunca podrás ser un buen escritor. Venga, ya te lo digo yo. ¡¡Con la lengua, joder!! Se hace todo con la lengua. La lengua es la herramienta que viola páginas en blanco del mismo modo que seduce impúdicas ninfas.
Por cierto, si quieres aprender más acerca de cómo un auténtico poeta se enfrenta a la página en blanco con el mismo descaro con el que seduce ninfas, te recomiendo la lectura de Las náyades del silencio, el libro con el que gané el premio Adonais en 1997 y que está a la venta en la secretaría de la EEE junto a las obras de Fernando, Gonzalo y alguno de los autores que nos visitarán a lo largo del año. No me lo agradezcas, tu dinero te cuesta."
Releyó displicentemente lo escrito, subrayó algunas palabras en rojo, en especial las que iban entre exclamaciones y los tacos, y se maravilló una vez más de la grandiosa idea que había sido la EEE. LAME nunca se habría atrevido a hablarle así a ninguno de sus colegas y eso que muchos de ellos se lo merecían, sin duda, mucho más que el joven Sendín. Pero sus amigos tenían ya la fama ganada y el beber pendenciero, y no era cuestión de acabar a puñetazos cada vez que se reunían para practicar la afilada esgrima dialéctica entre los presentes, de puñal ponzoñoso con los ausentes.
Con los alumnos de la EEE no había peligro de acabar a puñetazos, porque uno nunca se lía a hostias con alguien a quien le está pagando un dineral para que le enseñe algo. Y algo iban a aprender, sin duda, todos esos niñatos de papá y niñas pijas que bebían cada día sus palabras como si por su boca hablara el Espíritu Santo. La mayoría, probablemente, aprenderían a odiar la literatura. Alguno, tal vez, aprendería a beber como un hombre, o a follar como una auténtica poetisa. Y si alguno o alguna, al final de los tres carísimos años que duraba el plan de estudios, todavía tenía ganas de escribir, a lo mejor era porque tenía madera de escritor aunque eso, en realidad, como decía LAME en sus clases “no es más que un invento de los escritores para vivir del cuento”. Y los alumnos, encima, se reían. La vida era maravillosa.
Despachó con rapidez el resto de los trabajos, dedicándoles cada vez menos tiempo y escribiendo comentarios más escuetos a medida que la pila iba bajando y la cantidad de whisky en su cuerpo iba aumentando. No podía perder más tiempo con las pamplinas de los niñatos, por muy bien que le pagaran las clases. El precio que les cobraba se basaba en su prestigio y ese solo se mantenía escribiendo. Paco Oñate, amigo desde los tiempos de la facultad, le había encargado un artículo para el próximo monográfico de Límite Cero, la revista de creación y crítica literaria que dirigía. Además, como estaba patrocinada por una caja de ahorros, era un artículo bien pagado, de esos que Paco repartía sabiamente entre los amigos. Pero LAME estaba atascado. Mañana era el último día de plazo, conseguido tras sucesivos aplazamientos. El tema del monográfico era sugerente y, en realidad, estaba muy relacionado con una de las obsesiones en torno a las que giraba la obra poética de LAME, según los críticos: el silencio. En realidad, el título del monográfico iba a ser “El abismo interior. El autor frente a los límites del silencio”. Sugerente, muy sugerente, pero no se le ocurría nada. Estaba en blanco.
Abrió el documento en el ordenador. El mismo documento que abría todos los días hacía tres meses. En realidad habría dado lo mismo crear un documento nuevo cada día. No había escrito ni una sola palabra en él. Paseó la mirada en torno al escritorio y sus ojos cayeron sobre la pila de ejercicios que había estado corrigiendo. El texto de Carlos Sendín volvía a estar en lo alto de la pila. Volvió a leer las primeras líneas. Volvió su mirada a la pantalla del ordenador y empezó a escribir:
“Y allí estaba, de nuevo frente a ella, no sabía si algo más temeroso de lo habitual, no dejaba de ser parte de sí mismo y sin embargo no terminaba de acostumbrarse a esa traicionera página en blanco.”
Por fin tenía un principio. Continuó escribiendo.