Hasta hace apenas unos meses, la Fórmula 1 estaba vinculada a gastos multimillonarios, casi al derroche en materiales costosísimos, en contratos imbatibles de pilotos y en la capa de glamour y exclusividad que envolvía al producto. Audiencias potentes, presupuestos por encima de los 400 millones de euros y entradas a 4.000 euros dibujaban la fastuosa realidad de una competición que ha hecho del lujo y el dispendio una seña de identidad. Ahora, su purpurina tiembla por culpa de la voraz crisis, que tiene en vilo al negocio.
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