—Me parece muy peligroso esperar tanto para el segundo golpe.
—No puede ser de otra manera. Es crucial que pase de paciente a agente, de sufrir las acciones de los demás, a ser la fuente de dichas acciones.
—Pero es muy arriesgado.
—Sé que se le hará eterno, pero no tardaremos tanto en dar el segundo golpe. Mire, sólo el primer acto es simultáneo a nivel internacional, después cada nación es libre de actuar cuando más le convenga. Tengo información de que otras agencias van a desarrollar incluso tres actos. La mayoría darán el segundo golpe después del nuestro. Nosotros no lo usaremos más veces después del segundo. Otros actores lo harán tantas veces que perderá efectividad con el tiempo. Llegará un momento en que no se creerán nada hasta que no lo confirmen los propios sujetos. Pero hasta entonces todavía habrá tiempo. Nuestro segundo golpe será de los primeros. Funcionará. Sólo hay que contar el relato que quieren creer. Lo demás no importa. Créame, sé lo que hago, ¿le he fallado alguna vez?
—No. Sólo espero que tenga razón, como siempre hasta ahora. Tiene mi aprobación.
—No le defraudaré.
Los conectores de carga USB del avión tampoco funcionaban. Muy conveniente, por supuesto. Me molestó como a todos, claro está; después de casi una semana de apagón en Montevideo, raro era el que todavía tuviera batería. Pero no dije nada. La azafata se había disculpado repetidas veces, y no quise poner el dedo en la llaga. Ya había otros pasajeros que se quejaban con una falta horrible de educación, y no quería echar más leña al fuego. No había internet, así que sólo habría servido para cuando aterrizáramos.
Para entonces ya me olía algo turbio. No sabía que me encontraría al llegar, pero sabía que no me iba a gustar. Un apagón eléctrico y de comunicaciones tan largo justo cuando nos reuníamos tantos dirigentes opositores de todas partes del globo no podía ser casualidad. Algunos pueden pensar que soy un egocéntrico y un paranoico, pero no es paranoia cuando de verdad van a por ti. De hecho, en egocentrismo me quedé corto; pensaba que no estaba tan directamente relacionado conmigo.
Hasta que no pasaron tres o cuatro horas no le di demasiada importancia. Luego llegaron los mensajes tranquilizadores a través de un viejo transistor que alguien trajo al recibidor del hotel. Me subí a mi habitación a dormir, no había mucho que hacer. Al día siguiente, el apagón continuaba y la ciudad parecía en relativa calma, así que dejé de pensar en problemas locales y empecé a rumiar la idea de que algo estaba ocurriendo en nuestros países de origen y nos querían fuera del tablero mientras ocurría. Me lo confirmó lo que me dijeron en la embajada. Que en casa todo estaba bien pero que no podían dejarme usar sus telecomunicaciones, que estaban reservadas para emergencias. Y una mierda. Me ofrecieron hospedarme allí hasta que se resolviera. Me negué; sé como se las gastan en nuestras embajadas, y de qué lado están. Tampoco les iba a poner más fáciles las cosas. Así que Javier y yo nos fuimos con varios ponentes más a casa de nuestro compañero uruguayo Luis Somoza, en el extrarradio. Intentamos comunicarnos por todos los medios, pero era imposible. El apagón era regional. La última esperanza de establecer contacto con el exterior brilló poco tiempo. Somoza recordó que un alumno suyo era radioaficionado. Fui con él a visitarle. Cuando llegamos, su madre nos contó con lágrimas de dolor y rabia que le habían arrestado y se habían llevado su equipo. Al ver esas lágrimas me di cuenta de que, definitivamente, aquello formaba parte de un plan premeditado. Somoza temía que fuera un ataque a su país, pero yo tenía la certeza de que lo importante se gestaba fuera. Sólo esperaba que no fuera demasiado grave lo que tramaban en casa. Por encima de todo, que no fuera un golpe militar. Otra vez no.
No esperaba tal cantidad de medios de comunicación cuando aterrizamos, pero sobre todo no los esperaba en la pista. Sólo me acompañaba Javier, y creo que estaba igual de perdido y sorprendido que yo. "¿Cómo demonios han dejado que salgan los periodistas ahí?" Los muy hijos de puta, porque eso es lo que son —no, no voy a ser cortés ahora que puedo no serlo—, no me dejaron reaccionar desde el momento en que pisé tierra. Entre todo aquel desconcierto caótico, me pareció sencillamente surrealista que de todo lo que salía de los gaznates de los buitres, lo que más resonaba en mis oídos era la palabra “divorcio”.
Ya sabes todo lo que vino después. Tú, que por aquel entonces eras mi esposa, y la que sigue siendo la madre de mis hijos, tragaste el anzuelo. El vídeo era a todas luces real, y la rata que yo tenía por mi único amigo lo confirmó todo a la prensa. La presión social —no me voy a meter en la familiar— durante mi ausencia tuvo que ser arrolladora. Aún así, aunque me gustaría comprenderte, no puedo evitar culparte por no creer en mí.
No importó cuantas veces te dijera que era mentira, que todo era una farsa para hacerme caer. Que sí, que estaba borracho, pero que nunca dije aquello. Que jamás te engañé con otra mujer. Pero ahí estaba el vídeo. Era mi voz, era yo, jactándome con mi mejor amigo, en la confianza que solo da el alcohol, de lo estúpidos que eran mis votantes por no ver que para mí eran chusma borrega, y de que la tonta de mi esposa ni se enteraba de que se la estaba pegando con una jovencita del partido. Se me había caído la careta. Para todos, y para ti, yo aparecía como lo que realmente era: un marido adúltero y un político farsante. Era un relato demasiado bueno como para no creer en él.
Desde entonces soy un muerto en vida. Política, social y familiarmente. Ni siquiera he tenido fuerzas para luchar por ver a mis hijos, y sé que eso te reafirmó en tu convencimiento de que os mentí a todos. “Supongo que le dará vergüenza, y a mí me parece perfecto. No quiero que mis hijos crezcan con un referente así”, dijiste en los medios.
Te convertiste en la víctima perfecta, y en la sociedad en la que vivimos, eso es un valor extraordinario. Ahora eras una madre soltera engañada por un político rastrero. Cuando te presentaste a las primarias, no me extrañó que arrasaras. Tampoco me pareció especialmente raro cuando empezaste a subir en las encuestas como la espuma. Lo que sí estaba fuera de lo normal era la debilidad con la que te atacaban los otros partidos y, sobre todo, lo bien que te trataban los medios. Entonces fue cuando empecé a dudar de ti. La fiereza con la que los poderes fácticos se revolvieron contra mí cuando era un candidato que no aspiraba ni en sueños a gobernar en solitario, contrastaba demasiado con el camino de rosas que te estaban brindando hacia la presidencia. A una semana de las elecciones, tendrías un impensable 60% de los votos según todas las encuestas. Llevabas prácticamente el mismo programa que yo, y sin embargo, parecía que los rancios estamentos de poder no vieran la amenaza. Imposible.
Tenían que ver la amenaza, era evidente. Y si la veían y no hacían nada por impedirla, es que sabían que podían controlarla. O que la amenaza no era tal. Todo ese tiempo había enfocado toda mi rabia en la rata. Esa sabandija me vendió por un puñado de dólares; grabó el vídeo que me destruyó y luego mintió sin ningún remordimiento. Pero ahora había alguien que también se beneficiaba enormemente. Y no sólo se beneficiaba; además de eso, los hijos de puta que tenían el poder de hacerme lo que me hicieron te estaban ofreciendo tu recompensa en bandeja de plata. Me decía a mí mismo que no quería pensar lo que estaba pensando, pero en realidad una parte de mí sí que lo deseaba con fuerza.
Ganaste por mayoría absoluta, por supuesto. Y empezaste a hacer lo que tenías que hacer. Fuiste fiel al programa. Los medios empezaron a escupir la basura que se suponía que deberían escupir. No esperaron los cien días de rigor. Volví a creer en ti. ¡Realmente lo ibas a conseguir! Me sentía orgulloso de ti, e incluso llegué a pensar que si era necesario que yo cayera para que tú lo lograras, merecía la pena.
No sé si te diste cuenta, pero lo fueron introduciendo lentamente. Al principio sólo eran teorías conspiranoicas de los más extremistas. Pero la idea se fue elevando y creciendo poco a poco como una pequeña burbuja en un mar de críticas a tu nuevo gobierno y a ti, la presidenta. Cada vez aparecía en boca de gente más y más respetable. Hasta que a los cien días, explotó.
El vídeo era una obra maestra. En él, confesabas tus planes para convertir el país en una república de corte bolivariano, agitando así el arraigado miedo de nuestro pueblo al comunismo y los alzamientos militares reaccionarios. Pero eso era casi lo de menos. Porque también confesabas haber trucado el vídeo que me sacó del tablero de juego, compinchada con la rata, pues él era el verdadero padre de nuestra última hija. Bravo.
No debiste ofrecerte para el test de paternidad. Pero claro, no te podías imaginar que la conspiración fuera tan grande. Que fueran a falsear los informes y ni un solo laboratorio diera un resultado diferente. Yo podía haberte advertido. Pero no lo hice. Has querido jugar sola. Y sola, has perdido.
Así que hoy me has escrito para decirme que es todo mentira, que te la han jugado como me hicieron a mí. Y para pedirme perdón. Ahora dices que sabes cómo me sentí. Igual que a mí, nadie te creerá, pues les han contado a todos el relato que quieren creer. Y yo te creo, y te perdono. Pero no sabes cómo me sentí. Sí, igual que a ti ahora, a mí me destrozaron la carrera, pero a mí, la vida, fuiste tú quien me la destrozó. Me dejaste solo. Y no tiene sentido vivir solo. Esos hijos de puta ya pueden bailar sobre mi tumba.
Cuida de los niños.
—¡Les ha jodido los planes a todos!¡Cómo se le ocurre desvelar que el primer vídeo era falso!¡Ahora todos están sobre aviso!
—Usted quería que nuestra operación funcionara, y lo ha hecho a la perfección.
—¡Pero los americanos quieren mi cabeza, hijo de puta!
—Como le dije, sé lo que hago. Nunca debió fiarse de una rata.