Cuando todavía teníamos un pelo relativamente abundante, en aquella época en la que la calva aún no era uno de nuestros rasgos físicos más característicos, los profesores de Periodismo solían repetirnos ese viejo mantra de "perro no come a perro", casi tan manido como aquello de "no le digas a mi madre que soy periodista, ella cree que soy pianista en un burdel".
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