De los pocos presos que salían del fuerte de San Cristóbal, un buen porcentaje lo hacía con los pies por delante. Otros no tenían el privilegio de salir ni siquiera una vez muertos: simplemente, eran enterrados bajo la nieve y el fango del patio interno. De 1934 a 1945 esta cárcel, ubicada en la cima del monte Ezkaba que domina el valle de Pamplona, acogió entre sus gélidos brazos a miles de reclusos, sobre todo republicanos. Pero el 22 de mayo de 1938 una veintena de ellos decidió que ya bastaba.
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