Hace ya casi trece años desde que experimenté la ansiedad por primera vez. Ya por aquel entonces, el primer psicólogo al que había ido en toda mi vida me dijo que, aunque fuera duro de escuchar, no conseguiría deshacerme de ella en toda mi vida, pero que tampoco haría falta; lo que necesitaba era aprender a gestionarla.
Todavía hoy en día estoy tratando de conseguirlo.
Todos tenemos más o menos una idea intuitiva de lo que es la ansiedad: bloqueo ante un suceso repentino, dificultad para respirar y pensar con claridad, nervios extremos, sudoración descontrolada... Y sí, esos suelen ser los síntomas más comunes, incluso son los encontrarás si lo buscas por mi internet. Sin embargo, en mi caso personal, no tiene nada que ver nada con eso.
Siempre he tenido dificultad para gestionar mis emociones y para evitar que estas acaben controlándome, pero hay un situación en concreto que es mi talón de Aquiles. Cuando esta situación se da, es esa ansiedad descontrolada, casi como si se tratara de otro ser en mi interior, la que toma las riendas.
Cuando eso sucede, es como si el suelo bajo mis pies desapareciese. Y no lo digo como una figura literaria: se instala en mi estómago una sensación de caída continua, como una angustia que se retroalimenta con los pensamientos que no paran de reproducirse en mi cerebro como burbujas que flotan hacia el resto de cuerpo, paralizando todos los sentidos.
Y lo más divertido de todo el asunto es el momento del día en el que esto me suele suceder: la hora de irme a dormir. Es entonces cuando se inicia uno de los bucles más peligrosos en los que nuestra mente puede caer: si el ir a dormir tengo ansiedad y al día siguiente me encuentro fatal, ¿Qué sucede si esta noche tampoco duermo?
Es entonces cuando se abre la caja de Pandora: ya no es que la ansiedad me venga a la hora de acostarme, si no que me la produce el miedo a no dormir. La ansiedad se retroalimenta y se produce el shock definitivo: la ansiedad a la ansiedad. El miedo al miedo. Y ese bucle no se cierra cuando la situación original que provocó todo se soluciona. Porque su motor ya no es ese suceso, sino el propio bucle.
Es posible que muchos de vosotros, si no habéis experimentado nunca nada ni remotamente parecido, no entendáis nada. "¿Miedo a no dormir? ¡Si todo el mundo hemos pasado por una mala noche!" "¿Miedo al miedo? Si todo está solucionado, ¿por qué sigues teniendo ansiedad?" Y os entiendo muy bien; yo mismo antes de pasar por todo esto por primera vez me hubiera hecho las mismas preguntas. Incluso cada vez que supero una de estas recaídas me pregunto cómo es posible que me haya vuelto a suceder.
Pero hay que tener una cosa en cuenta, y es que, un cerebro que se encuentra dentro de este bucle de ansiedad más o menos generalizada, no funciona como el resto de cerebros. El que tiene el control de los pensamientos ya no es nuestra parte consciente, sino que el miedo, ese de color morado y de ojos saltones, ha tomado el control de los mandos y los ha cortocircuiteado por completo.
¡Y ay, amigo mío! Es muy difícil que los suelte cuando los agarra con tanta fuerza. En un siguiente artículo explicaré las técnicas que mejor me han funcionado para conseguir que lo haga, pero ya adelanto que es posible que lo que me funcione a mí no te funcione a ti y que no hay ninguna formula mágica, sino que suele funcionar es una combinación de varias de ellas.