Peter Mitchell fue un personaje excéntrico. Durante gran parte de su carrera trabajó en su propio laboratorio en una casa solariega restaurada en Cornwall, en el Reino Unido, y su investigación fue financiada en parte por su rebaño de vacas lecheras. Sus ideas sobre el proceso más básico de la vida —cómo se obtiene la energía— le parecía ridículo a sus colegas biólogos. En las décadas siguientes, sin embargo, quedó claro que Mitchell tenía razón. Su reivindicación fue completa cuando ganó un premio Nobel en 1978...
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