Dimos fácilmente con el arroyo y seguimos su curso por la orilla menos abrupta hasta que nos topamos con el animal. Allí estaba, tendido de costado, soltando un hilo de vaho por los ollares. No movió ni un músculo cuando nos acercamos. Ni siquiera volvió la vista hacia nosotros. El capataz se inclinó sobre él, le tocó el morro y le miró el blanco de los ojos. -Se muere –dijo.
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