Si sobrevinieran hostilidades en el seno de un pueblo no belicoso, ¿sabría éste resistir? ¿Permitirían las fortunas y las costumbres hacer sacrificios? ¿Cómo renunciar a la costumbre de la vida muelle, a la comodidad, al bienestar indolente de la vida? La China y la India, adormecidas en su muselina, han sufrido constantemente la dominación extranjera. Lo que conviene a la naturaleza de una sociedad libre es un estado de paz moderado por la guerra, y un estado de guerra atemperado por la paz. Los americanos han llevado demasiado tiempo seguido la corona de olivo: el árbol que se la proporcionó no es originario de sus riberas.
Comienza a dominarles el espíritu mercantil; el interés se convierte en ellos en el vicio nacional. Ya la competencia de los bancos de los distintos estados constituye un estorbo, y las bancarrotas amenazan la fortuna común. En tanto la libertad produce oro, una república industrial obra prodigios; pero cuando el oro se compra o se ha agotado, pierde ese amor a la independencia no basado en un sentimiento moral, sino nacido de la sed de ganancia y de la pasión por la industria.
Es difícil, además, crear una patria entre unos estados que no tienen ninguna comunidad de religión y de intereses, que, habiendo tenido orígenes distintos en momentos distintos, viven en un suelo diferente y bajo un sol diferente. ¿Qué relación existe entre un francés de la Louisiana, un español de las Floridas, un alemán de Nueva York, un inglés de Nueva Inglaterra, de Virginia, de Carolina, de Georgia, todos ellos considerados americanos? Uno es ligero y duelista; el otro católico, indolente y soberbio; el tercero luterano, campesino y sin esclavos; el otro anglicano y plantador con negros; el de más allá puritano y comerciante; ¡cuántos siglos se necesitarán para homogeneizar estos elementos!
Está a punto de aparecer una aristocracia crisógena[12] enamorada de la distinción y apasionada por los títulos. Suele creerse que en los Estados Unidos reina un nivel general: craso error. Existen círculos sociales que se desdeñan y no se frecuentan en absoluto; existen salones en los que la altanería señoril excede a la de un príncipe alemán de dieciséis cuarteles. Estos nobles plebeyos aspiran a la casta, a despecho del progreso de las luces que les ha hecho iguales y libres. Algunos de ellos no hablan más que de sus mayores, orgullosos barones, aparentemente bastardos y compañeros de Guillermo el Bastardo. Hacen ostentación de los blasones caballerescos del Viejo Mundo, adornados con las serpientes, los lagartos y las cacatúas del Nuevo. Un segundón de Gascuña, llegado con la capa y el paraguas a costas republicanas, si tiene la picardía de hacerse llamar marqués, se ve tratado con consideración en los buques de vapor.
La gran desigualdad de las fortunas amenaza más seriamente aún con acabar con el espíritu igualitario. Hay americanos que poseen uno o dos millones de renta; así, los yanquis de la gran sociedad no pueden ya vivir como Franklin: el verdadero gentleman, a disgusto en su nuevo país, viene a Europa en busca de lo viejo; se lo encuentra en las posadas, haciendo como los ingleses, con la extravagancia o el mohín de hastío que los caracteriza, tours por Italia. Estos trotamundos de Carolina o de Virginia compran ruinas de abadías en Francia, y plantan, en Melun, jardines a la inglesa con árboles americanos. Nápoles envía a Nueva York a sus cantantes y perfumistas, París sus modas y a sus faranduleros, Londres a sus grooms y boxeadores: alegrías exóticas que no vuelven por ello más alegre la Unión. Se convierte en una diversión el arrojarse a las cataratas del Niágara, ante los aplausos de cincuenta mil plantadores, medio salvajes, a quienes hasta la misma muerte a duras penas puede arrancar una risa.
Y lo más extraordinario de todo es que al propio tiempo que prepondera la desigualdad de las fortunas y que nace una aristocracia, el gran impulso igualitario en el exterior obliga a los potentados industriales o terratenientes a esconder su lujo, a disimular sus riquezas, por temor a ser asesinado por sus vecinos. No se reconoce en absoluto el poder ejecutivo; se expulsa a capricho a las autoridades locales que se ha elegido, y se las sustituye por otras nuevas. Esto no perturba en absoluto el orden; se aplica la democracia práctica, y se hace escarnio de las leyes establecidas, en teoría, por la propia democracia. Existe poco espíritu de familia; tan pronto como el niño está en condiciones de trabajar, es preciso, como el pájaro emplumado, que vuele con sus propias alas. Con elementos de estas generaciones emancipadas en una temprana orfandad y de las emigraciones que llegan de Europa, se forman compañías nómadas que desbrozan la tierra, abren canales y llevan su industria por doquier sin apegarse al suelo; empiezan casas en el desierto donde su propietario, que está de paso, apenas si se quedará unos días.
Un egoísmo frío y duro reina en las ciudades; piastras y dólares, billetes de banco y dinero en metálico, aumento y disminución del capital, es el único tema de conversación; uno creería estar en la Bolsa o ante el mostrador de una gran tienda. Los periódicos, de un formato inmenso, están llenos de anuncios de negocios o de cotilleos groseros. ¿No acusarán los americanos, sin saberlo, la ley de un clima en el que la naturaleza vegetal parece haber prosperado a expensas de la naturaleza viva, ley combatida por unos espíritus distinguidos, pero cuya refutación no la ha anulado del todo? Podríamos preguntarnos si el americano no se ha maleado demasiado pronto en la libertad filosófica, así como lo ha hecho el ruso en el despotismo civilizado.
En resumen, los Estados Unidos dan la idea de una colonia y no de una madre patria: no tienen pasado, las costumbres se han creado a partir de leyes. Estos ciudadanos del Nuevo Mundo adquirieron rango entre las naciones en el momento en que las ideas políticas entraban en una fase ascendente: cosa que explica por qué se transforman con extraordinaria rapidez. Una vida social estable parece impracticable entre ellos, por una parte por el extremo hastío de los individuos, por otra por la imposibilidad de parar quietos, y por la necesidad de moverse que los domina, pues no se está nunca arraigado en un lugar donde los penates andan errantes. Situado en la ruta de los océanos, a la cabeza de las ideas de progreso tan nuevas como su país, el americano parece haber recibido de Colón más la misión de descubrir otros universos que la de crearlos.
Memorias de ultratumba . Chateaubriand.