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Las niñas autómatas: un relato de terror donde la sangre es azul por estar helada

Dos niñas nacieron en un palacio donde habitaba una dinastía real extremadamente decadente. Las taras, vicios y traiciones de sus distintas generaciones, llevaron a que el pueblo se desembarazase de la dinastía en varias ocasiones. La última parecía la definitiva, pero un pequeño dictador les devolvió el trono, que mantienen hasta hoy.

Emparentó con el último eslabón de dicha dinastía una mujer pretenciosa y taimada hasta extremos inimaginables. Y se convirtió en reina. Parecía tener complejo de plebeya y, por tal causa, intentaba reafirmar con cada acto su condición de soberana. Medía cada gesto para parecer superior. Acaparaba las mejores galas, vestidos y joyas buscando una explosión de ostentación que tapase sus complejos y carencias. En su persona se sumaban una sed insaciable de halagos, pleitesía, riqueza y protagonismo, y un miedo atroz a ser cuestionada por no dar la talla. Por ello, hizo un pacto con el diablo gracias al que dejó de ser mujer y se transformó en autómata de sonrisa pintada. El diablo le prometió que, así, cada uno de sus actos alcanzaría la perfección que se esperaba de ella. Pero a nadie le gusta mirar a un ser muerto.

La reina engendró dos hijas. Muchos dicen que la niñez es la primavera de la vida, y es cierto. Es la edad de la espontaneidad, la alegría, el descubrimiento constante, la autenticidad y la libertad más pura. La chispa luminosa de un niño es capaz de devolver el brillo de unos ojos apagados. Porque no finge, no es pretencioso, no ansía someter ni acaparar, ni quiere vasallos. Solamente desea disfrutar de su niñez.

Por eso, cuando las niñas fueron mostradas al pueblo, todos vieron con horror que no eran humanas, sino autómatas. Sus sonrisas, falsas e inertes, estaban pintadas en su rostro como sucedía con el de su madre, sin que tuviesen libertad para variar el gesto. Sus ojos muertos guardaban un universo de vanidad y desdén. Sus brazos, como los de un robot, tenían programados sus movimientos: saludar y extender la mano para ser besada. Las niñas, en definitiva, habían nacido muertas, sustituyendo el don de la infancia por la maldición de ser muñeco alimentado por los vicios de su madre.

Y así, cuando esta dinastía cambió su decrépita y envilecida humanidad por un corazón de tuercas y engranajes, firmó su final y abrió el camino hacia una república de seres humanos. Pero esta ya es otra historia.