Utilizamos el término “cerebrocentrismo” para referirnos a cierta inclinación que lleva a exponer todo lo relacionado con lo humano refiriéndolo al cerebro, presentando así a este como motor generador de conducta y consciencia. Quienes estén interesados en estos asuntos sabrán de que propuestas hablamos: Antonio Damasio y su “Y el Cerebro Creó al Hombre” puede ser buen ejemplo. En la parte más divulgativa, tenemos a nuestro famoso Eduard Punset en esa línea, con otro título explícito al respecto y que nos remite más directamente a posiciones idealistas: “El Alma está en el Cerebro”. Y ya en un terreno aún más popular, pero no por eso de menor impacto social, pareciera que en especial desde principio de siglo esta tendencia cerebrocentrista se hubiera acomodado perfectamente a cierto discurso: permítanme resumir en esa famosa frase de “todo está en tu cerebro” el asunto, tan manida en libros y terapias de autoayuda, manuales de emprendimiento, charlas de esas a las que las empresas nos llevan, pseudo-técnicas con pretensiones clínicas, manuales de marketing, etc...
Las “neuro-x”.
Y es que los años 90 fueron los del proyecto “Década del Cerebro”, iniciativa patrocinada por la Biblioteca del Congreso y el Instituto Nacional de Salud Mental de USA. El objetivo de este proyecto era dar un empuje político, institucional y financiero a las investigaciones neurocientíficas en referencia a ciertas enfermedades de tipo neurológico. Si bien la neurociencia ya estaba identificada como un potencial campo de investigación, hasta entonces no había ocupado un primer plano debido a su complejidad técnica y escaso empuje social. Sin duda hablamos de una década que inauguraba importantes descubrimientos y progresos: relación cerebro-conducta (neurociencia cognitiva), neuroanatomía, neuroimagen, genética cerebral, neurobiología del desarrollo, neurología reconstructiva, enfermedades neurodegenerativas, trastornos psiquiátricos, etc. serían campos de investigación objetos de un avance en el conocimiento del humano (lo que es financiar algo y no pensar mucho y muy fuerte en este...).
Y así, al albor de los avances de esta “Década del Cerebro”, comenzaron a aparecer para finales de los años noventa una suerte de propuestas con intención de disciplinas neurológicas que tratan de dar explicación a todos las ámbitos del humano: educación, ética, religión, economía, política, estética, etc... Hablamos de las llamadas “neuro-x”, a partir de las cuales se aspira a dar razón de todo: amor, egoísmo, altruismo, miedo, marketing, elección de trabajo, como nos vestimos o comemos, redes sociales, elección de destino de vacaciones, a quién vota usted, porque usted lleva o no tatuajes, posicionamiento social y económico (ponga el lector aquí lo que quiera, la “neuro-x” le dará respuesta)... Si todo resulta posible ser reducido a la actividad cerebral, si es el cerebro primer autor de la actividad humana, ¿qué mejor que la “neuro-x” de turno para dar explicación?
Cerebro y conocimiento: insistiendo en “la vuelta al calcetín”.
Sin el cerebro, el humano sería incapaz de conocer el mundo. Pero a partir de esta evidencia se realiza un salto de malabarista, pasando de una categoría científica (la neurología) a una filosófica (más abajo iremos con esto), en el que se afirma, bajo una especie de sinécdoque corrupta, que por tanto es el cerebro lo que nos hace humanos, afirmación que supone una falacia manifiesta al tomar la parte por el todo: la experiencia intuitiva, quién percibe y quién conoce, la realiza el organismo en su conjunto, organismo que además siempre está inmerso en una realidad material, en una sociedad, en una cultura, en una ecología y en una geografía determinada. La evolución del humano, incluido su cerebro, se ha dado en continua relación con el medio ambiente y el entorno. Así, el cerebro no aparece como un órgano capaz de desarrollar por sí solo determinadas redes neuronales en pro de un objetivo, sino como un mediador, y no un creador, entre lo que los organismos necesitan para su supervivencia en relación con lo que el medio ambiente reclame y ofrezca al individuo.
Otra demostración de este cerebrocentrismo la encontramos alrededor de la frase “entrena tu cerebro”, que de metáfora repetida se toma en ocasiones como cierta. De la conocida plasticidad del cerebro, potencia de este órgano para reconfigurase y dar respuesta a mismos fenómenos (capacidad que en todo caso nos mostraría como el cerebro es, al menos, tan dependiente del medio externo como causa de ello), se presenta al cerebro como materia de entrenamiento. Pero es que el cerebro no es un órgano con capacidad sensible ni al que se pueda acceder por sí solo: cualquier modificación cerebral dependerá siempre del concurso de otras partes del organismo, y diremos que en la gran mayoría de las ocasiones también de actividades de otros organismos (como la propia educación social, por ejemplo, nos muestra).
No dudamos de que la repetición por parte del pianista de ejercicios psicomotrices permitirán al cerebro perfeccionar su empleo en tales tareas, sino que lo que afirmamos es que tales tareas, que implican toda una compleja red de interacciones fisiológicas y con el medio externo (desde los movimientos de los dedos a la partitura que compramos en la tienda), son las que improntan en el cerebro la necesidad de su cambio. Lejos de ser el cerebro con sus redes neuronales la causa del conocimiento o del aprendizaje, es el cerebro el producto a posteriori de la información que le llega (de nuevo la “vuelta del calcetín” en la que tanto debemos insistir).
Otro ejemplo lo tenemos en el lenguaje: sin duda los estudios neurocognitivos sobre el lenguaje nos han ayudado de forma decisiva en el avance del conocimiento en este campo de estudio, pero no deja de ser cierto que para el hecho del lenguaje es necesario otros a los que dirigirse: la ciencia neurocognitiva no puede por sí sola dar respuesta completa al asunto en cuestión, si bien nos permite una mejor comprensión de lo que ocurre en una etapa fundamental del asunto, la que justo concierne al cerebro. El lenguaje es una categoría irreductible a la psicología subjetiva del individuo, ya que incluso más allá de la discusión sobre si es en primer término innato o adquirido, necesita de contenidos externos a este para su existencia, tanto los que relacionan a otros sujetos distintos al de la primera persona, como con las cosas impersonales significadas que hacen al lenguaje posible.
El cerebro no puede ser por tanto entendido como motor o causa primera; nunca se desarrollará aislado, y siempre será dependiente del resto del organismo y del contexto cultural, medio ambiental y sobre todo material en el que se encuentre. Por supuesto, sin perjuicio todo esto de que las modificaciones de las que el cerebro va siendo objeto produzcan un mayor conocimiento y que esto dé en nuevos cambios.
Cerebrocentrismo e idealismo.
El reduccionismo en el que en ocasiones caen los derivados del estudio del cerebro y su función cognitiva lleva en ocasiones a asociar solo a este órgano competencias que sin embargo tienen tanto el organismo en su totalidad como lo externo a este. El cerebro no “explora y selecciona la información necesaria para la tarea”, como tantas veces leemos, sino que es el sujeto, con sus operaciones, con sus sentidos y también con su actividad cerebral el que lo hace, siempre en relación con lo externo. No hay tal voluntad, un “yo” o una consciencia que se encuentre en el cerebro, como si de categorías lógicas con atributos espaciales se tratasen. Razonar y decidir no es solo una función cerebral y que por tanto solo sea objeto de estudio de la neurología o el cognitivismo, sino que se inserta en un proceso que precede al propio individuo, en tanto que su cerebro y mente (si es que esto último existe) es determinado y formado en relación a aquello que le rodea, y por tanto también de forma institucionalizada: no podemos entender ni conocer el mundo al margen de nuestros conceptos, ideas y teorías acerca de él, que nos son inculcadas desde la infancia mediante relaciones sociales y que remiten a tiempos pasados. Nos serviremos de nuevo del ejemplo del lenguaje anteriormente expuesto: el lenguaje es una compleja institución que desborda al solo individuo, con una base previa a este y que lo arrolla desde la temprana edad; dando que el lenguaje estructura al cerebro.
Atribuir solo al cerebro la capacidad de crear o contener eso del “yo”, la consciencia o el conocimiento, parte de un reduccionismo típico de la tradición idealista. Una nueva versión de esto. Porque el “yo”, la consciencia o el conocimiento no emergen del cerebro (y menos de ese cajón de sastre que se ha venido a llamar “mente”, aunque esto merecerá otro artículo al menos), sino que resultan manifestaciones que necesitan de referencias y relaciones con una realidad diferente para cobrar sentido (son relaciones alotéticas, y no autotéticas, si nos ponemos exquisitos). ¿Qué es el “yo” sin un “otro”?, ¿y el conocimiento sin algo que conocer?, ¿y la consciencia sin algo de lo que ser consciente? Parece realmente complicado, y que no escapará de llevarnos a un callejón oscuro y sin salida, intentar explicar estas manifestaciones obviando su carácter institucional (y si les apetece aún seguir leyendo sobre esto de la institucionalidad de la consciencia, y por no hacer este artículo más extenso, me permito dejarles aquí un enlace a un pequeño texto relacionado con eso de “la consciencia” y que no hace mucho traje aquí a Menéame).
A la ciencia cognitiva y neurológica no le corresponde en exclusividad el estudio de ideas como “yo”, “mente”, “consciencia”, “conocimiento” o "aprendizaje" entre otras, ya que estas desbordan por completo el campo categorial cerrado de estudio de cualquier ciencia. Sus aportaciones al respecto serán, sin duda alguna, del máximo interés, pero al igual que a la biología no le corresponde el estudio de la vida, o a la zoología el estudio del animal, ideas como las anteriormente citadas solo pueden ser tratadas por un conocimiento de segundo grado que, nutriéndose siempre de los aportes que las diferentes ciencias presenten (conocimientos de primer grado), sea capaz de organizar todos estos materiales y resultados de forma transversal (como ven, una visión de la filosofía muy alejado de ese desgastado "la filosofía es la madre de la ciencia").
Conclusiones.
Los avances en el estudio del cerebro desde la segunda mitad del S. XX, y en especial según nos acercamos a los años noventa, nos han permitido y permitirán sin duda avanzar en el conocimiento del humano y en un área tan crítica para este como el cerebro. Ahora bien, como suele ocurrir con todos los progresos de calado, somos testigos de una sobredimensión de este, donde se tienda a dar explicación de todo a partir de lo que no es más que un campo cerrado de investigación. Un reduccionismo antropológico. Situar la causa de la conducta y el conocimiento solo dentro del propio organismo, y más concretamente en el cerebro (con su idea tan próxima a este como esa de “mente”) pasa por alto el papel determinante de los contextos y relaciones exteriores (realidad material, cultural y medio ambiente ecológico y geográfico). Se obvia así que el cerebro es tan solo un órgano más dentro de procesos tales como el conocimiento y la consciencia, que en cualquier caso implican también una realidad exterior al individuo, y no solo coetánea a este. Es el resto del propio organismo, el ambiente del presente y las ideas sociales, históricas e institucionales las que moldearon y moldean nuestros cerebros, y no al revés, en tanto la evolución biológica del humano demuestra un carácter relacional, de forma tal que aquellas ciencias que encuentran su campo categorial delimitado por el estudio del cerebro no pueden por sí solas dar respuesta a la conducta, a la consciencia, al lenguaje, al aprendizaje o a cualquier otra categoría que implique una relación con lo externo al cerebro. La reducción cerebrocentrista, propia de una visión aún encerrada en los límites del problema “mente-cuerpo", participa así de una visión de tradición idealista, ya que necesita en última instancia de un motor o sustancia propio (el “fantasma en la máquina” de Ryle y del que pronto les hablaré) para justificarse: de nuevo el “yo” dando forma al mundo conocido.
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