Cuenta Ernst Jünger en sus tempestades de acero que en medio de la batalla encontró a un muchacho con el vientre atravesado de metralla, desangrándose sin remedio, y que cuando fue a ayudarle, el chico se dio la vuelta y se envolvió en su capote, por pudor, para que nadie le viese morir, para conservar la intimidad de su sufrimiento.
Ese soldado, ese muchacho, ese hombre, es para nosotros un marciano. Su actitud no es tan ajena como la de la mozuela que apreciaba su virginidad por encima de su vida y que tasaba su cabeza en la resistencia de su himen, de su voluntad y de su destreza para atraer siempre lo justo y nunca demasiado.
¿Quién escondería hoy su sacrificio? ¿quién escondería su dolor? El dolor, en nuestros días,es parta convertirse en víctima y canjearlo por un bonolágrima que permita saltarse una ley, obtener un privilegio, una plaza o una subvención. El dolor cotiza en bolsa y es un valor más, con su debe y con su haber, regidos por el código de comercio, y donde entra la lógica mercantil entran también los intermediarios, los agentes, los registradores y los notarios del dolor, todos ellos bien pagado y con jugosos incentivos para acrecentar ese dolor, su imagen, su relato, y sus dividendos.
El dolor ya no duele: cotiza. Y donde el dolor cotiza, la dignidad y el pudor son sólo estorbos. Impedimentos. Trabas a la buena administración de esa ética reumática, de esa artritis espiritual que comercializa las penas, y las repone en las estanterías de las redes sociales para que nunca falte la marca y el tamaño que buscas.
Como si las desgracias fuesen champú. Como si las penas fuesen compresas.