Recuerdo aquel verano de 2019 en el que, teniendo yo 6 años, escuché a mi padre alegrarse por las temperaturas extremas que habían vivido en la zona norte del país. "Así sabrán lo que pasamos en Murcia", decía mientras escuchaba en las noticias los 43 grados alcanzados en Zaragoza y los 42 de Pamplona, así como las temperaturas nunca vistas que sufrían los parisinos o los berlineses. Esto fue en julio, y en agosto nos tocó a nosotros: una semana entera con 44 grados de máxima y 26 de mínima. Los más viejos decían que "este año se está poniendo pesadica la calor" y resaltaban que, pese a lo especialmente tórrido de esos días, se habían vivido episodios similares en el pasado. Lo raro era lo de Zaragoza, pero en Murcia esto no era nada del otro mundo. Nuestro verano se extiende desde mediados de mayo hasta mediados de octubre, y en esa etapa es milagroso que alguna noche baje de los 21 grados o algún día de los 32-33.
Llegaron los veranos siguientes y la cosa empeoró doblemente. En primer lugar, los veranos cada vez duraban más, y las olas de calor eran semanales, alcanzándose los 47 grados de máxima y 31 de mínima en los peores días. En 2022 tuvimos una ola que nos obligó a sufrir esos valores durante 14 días seguidos. Decenas de ancianos, enfermos y personas sin hogar murieron. En segundo lugar, nuestro aire estaba brutalmente contaminado durante todo el año, pero en verano se sumaba el polvo africano en suspensión que traía el aire sahariano. Las muertes por problemas respiratorios aumentaron de forma notable.
En 2040 se produjo el gran éxodo a la zona norte de España. El aire era irrespirable durante casi todo el año y en verano ya se alcanzaban los 50 grados. Solamente una pequeña parte de la población, por falta de recursos o amor incondicional a sus raíces, se quedó en la desértica Murcia. El Gobierno nos proporcionó unas máscaras de descontaminación del aire y unos mantos térmicos que debíamos llevar cada vez que saliésemos a la calle. Un atuendo prácticamente idéntico al de los moradores de las arenas de Star Wars. George Lucas, al diseñarlos, vislumbraba las figuras de los murcianos que vivirían en 2040.
Yo fui de los que se quedaron. En parte por amor a mi castigada tierra, y en parte porque los mismos expertos que previeron este futuro para Murcia, manifestaron que en 20 años la zona norte del país estaría igual si no se tomaban medidas drásticas para reducir la contaminación, destacando que incluso si se tomaban no era seguro que la situación pudiese revertiese, ya que debieron llevarse a cabo 30 años antes para garantizarse su efectividad (y de paso intentar salvar a Murcia, algo que ya era imposible).
Nadie les hizo caso, igual que cuando predijeron el desastre en nuestra tierra. Era más cómodo asumir el discurso negacionista que, ante los hechos consumados, mutó y asoció la desertificación de Murcia con la transformación natural del planeta, prometiendo que eso nunca sucedería de Madrid para arriba.
Nunca entendí la inercia que te lleva a no mirar más allá del próximo paso que vas a dar, y a no modificarlo un ápice aunque haya señales evidentes de que tienes enfrente un profundo agujero, incluido el hecho de que quien caminaba unos pasos por delante en un camino idéntico al tuyo ya se ha caído. Una actitud más propia de banthas (los búfalos gigantes que usaban los moradores de las arenas para desplazarse) que de humanos. Y gracias a la cual nos hemos ganado el mismo mundo donde habitaban los banthas, como preludo de otro en el que ni siquiera las máscaras más complejas podrán volver el aire respirable. Pero, como decía mi vecina de al lado, "si se va a acabar el mundo, que me pille comiendo y viendo el Sálvame".