Erase una vez unos bisontes pintados sobre la roca de una cueva. Allí descansaban desde el magdaleniense lo menos, ajenos a glaciaciones y luchas por la supervivencia varias hasta que, un buen día de 1879, dicen que una niña de ocho años entró en la gruta, alzó la vista al techo y dijo "mira papá, bueyes".
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