A mediados del siglo XVI, la isla de Santo Domingo o Hispaniola como se la conocía entonces, estaba habitada por una comunidad de hombres salvajes, rudos, fieros y desaseados. Estos colonialistas de origen francés reforzaban cada cierto tiempo su población con ciudadanos de los peores barrios de la Europa Continental. Vestían con ropas que ellos mismos se confeccionaban con las pieles de los animales que cazaban. Llevaban gorras y botas que usaban directamente sobre sus pies desnudos y cinturones bastos en que colgaban los sables y cuchillos.
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