A Alfredo se le notaba en los tics corporales que estaba contando las horas para irse de aquel camping. Miraba el reloj, sacaba el móvil del bolsillo y se rascaba la nariz compulsivamente. Especialmente cuando su mujer le pedía algo. Alfredo, busca a los niños que ya es la hora de comer. Alfredo, friega la sartén que voy a preparar salchichas para los niños, te dije que fregaras anoche y todavía están los cacharros aquí. Alfredo, antes de irte tienes que recolocar el toldo, que da el sol en toda esta parte de aquí. Alfredo, Alfredo, Alfredo. La voz de su mujer le rechinaba en su cabeza con sus hijos coreando de fondo “papá, papá, papá”.
A las siete en punto de la tarde, tal como le había repetido varias veces a su mujer, se preparó para anunciar su despedida. Los niños estaban jugando en la fuente, así que a modo de entrenamiento para su actuación estelar ante su mujer, simuló un rostro compungido y se acercó a ellos. El “no te pongas triste, papi” que recibió al llegar a la fuente fue su Óscar al mejor actor principal. Se agachó para abrazarlos y les dijo que se portaran bien e hicieran caso a mamá. Cuando le preguntaron si les iba a echar de menos, casi se echa a reír, pero en ese momento la avispa le picó.
Dio un brinco y maldijo gritando y sacudiéndose la mano derecha. El dorso le dolía a rabiar. Los niños se asustaron y empezaron a llorar, corriendo a la tienda con su madre. Adios al Óscar.
Le cayó el rapapolvo de su mujer por soltar tacos a gritos delante de todo el mundo y de los niños, pero al menos consiguió que a ellos se les pasara el susto y se pusieran a reír cuando se imitó a sí mismo haciendo el ridículo. Frunciendo el ceño, su mujer le miraba mientras hacía el payaso. Mientras se acercaba a ella para despedirse, le soltó un “ahora que nos dejas sí juegas con ellos”. Se besaron con desgana. Lo último que le dijo ella antes de irse de allí fue “anda, vete ya, que ya te has librado de nosotros”. Le tenía calado; le subió un escalofrío desde la picadura de la avispa hasta la espalda.
Cuatro horas de carretera después, el exquisito pero potente sabor del escocés de 20 años que le esperaba al llegar a casa le mantenía despierto al volante. Eso y una conocida canción de Nino Bravo que se había puesto en repeat a toda potencia. Ignoraba que la avispa que le picó junto a la fuente se escondía cerca de su nuca, en el pliegue del cuello de su polo.
Es por todos conocido el concepto del rodríguez, ese hombre casado que no puede “disfrutar” de las vacaciones de verano con su familia, de modo que, pobre de él, tiene que quedarse solo en su ciudad de residencia para trabajar. Se queda sin poder disfrutar de los gritos y las exigencias de los niños y las quejas de su mujer por lo mal padre y marido que es. El silencio y la ausencia de miradas acusadoras en un hogar solitario, en una ciudad prácticamente desierta y sin bullicio es para estos hombres una desgracia, un drama, un auténtico suplicio.
Pero hay un concepto menos conocido y del que Alfredo pronto sería el ejemplo perfecto, y este es el del falso rodríguez. Tras llevarlos al camping, montar la tienda y pasar con ellos el primer fin de semana, Alfredo, como un rodríguez cualquiera, volvería a la gran ciudad con la promesa de volver al camping los fines de semana que el trabajo le permitiera. Pero a diferencia de un rodríguez normal y corriente, un falso rodríguez como Alfredo en realidad no tiene trabajo en verano, aunque su mujer cree que sí.
La empresa lo está pasando mal, Alfredo, hay que arrimar el hombro, los que estáis como autónomos cobráis más y es menos lío, en septiembre vuelves con más fuerza, tómatelo como unas vacaciones… Al poco rato de la charla del jefe, encima, el repelente de su compañero le dice quejándose que vaya suerte, que como estaba de autónomo se podía ir de vacaciones todo el verano y no tenía que quedarse de rodríguez como él. “¿Qué pasa, que no sabes disfrutar sin tu mujer, calzonazos? Además, ¿autónomo? ¡A mí me tienen de falso autónomo! Yo voy a ser un falso rodríguez”, y ahí se le encendió la bombilla, “de vacaciones pero de las de verdad, sin la parienta ni los niños”. Y esa respuesta que le dio al compañero sólo para darle por saco y quedar por encima de él fue tomando forma como una idea cada vez más sugerente en su cabeza. Las mentiras que necesitaba para llevarla a cabo eran bastante sencillas y cada vez que las repasaba parecían más sólidas. Sólo tenía que ser discreto. Así que cuando su mujer le mostró la lista interminable de cosas que tenía que preparar para el camping se decidió a mentirle y convertirse en falso rodríguez.
Cinco días después de despedirse de su familia, Alfredo se despertó sobresaltado para coger el móvil que sonaba, pero se golpeó dolorosamente la muñeca con la pata de la mesa baja del salón. La empujó con rabia tirando varias latas medio vacías que volcaron su hediondo mejunje de cerveza y colillas sobre la alfombra. No le hizo falta ni una semana para convertir su hogar en un estercolero. Miró el móvil. Era su mujer. No lo cogió; sabía que le preguntaría otra vez si iba a ir este fin de semana. Ya le había dicho que estaba la cosa complicada en el trabajo. Luego le mandaría un mensaje diciéndole que no podía ir. Se levantó con la pesadez de la resaca, rascándose la costra en que se había convertido la picadura de su mano derecha, maldiciendo la avispa en dirección a la cocina. Allí, entre la grotesca escena de aceite desparramado por la placa vitrocerámica, las pizzas a medio terminar, los mendrugos de pan duro y la montaña de cacharros del fregadero, la vio. Estaba mordisqueando un trozo de fuet.
Alfredo se descalzó una chancla y descargó toda su ira contra el fuet, las cajas de pizza, los armarios y el cubo de la basura. Pero pronto se quedó sin resuello, y la indemne avispa empezó a golpear el cristal de la ventana. A enemigo que huye, puente de plata. Con el sigilo de un gato de noventa kilos, se acercó y abrió la ventana. Pero entonces la avispa decidió que el conducto de ventilación del aire acondicionado centralizado era una opción más adecuada. Mierda.
Ese fin de semana empezó el verdadero infierno para Alfredo. El mismo viernes se despertó de madrugada ahogando un grito de horror por una pesadilla. La avispa había crecido hasta el tamaño de un puño y mordía el vientre de su hija pequeña mientras dormía. El sábado no pudo dormir en toda la noche porque escuchaba su zumbido acercarse y alejarse de sus oídos sin descanso; cuando encendía la luz, nunca estaba allí. El domingo por fin consiguió dormir de lado con la mano ensangrentada tapando su oreja derecha; pero cuando se levantó el lunes, mientras se duchaba, la avispa salió del sumidero y tuvo que salir por piernas, todavía enjabonado y gritando como una quinceañera. Esa misma noche, cenando un sandwich vegetal que compró en el supermercado, mordió algo crujiente y se temió lo peor. Estuvo vomitando cerca de una hora, revolviendo entre los restos sin encontrar ni rastro de la avispa. No pegó ojo en toda la noche; a cada rato se levantaba a lavarse los dientes. El martes compró diez botes de insecticida y se pasó todo el día desmontando los conductos de ventilación, moviendo todos los muebles y aplicando el espray por toda la casa. Cuando se sentó en la cama esa noche, exhausto, cayó redondo y se quedó dormido con el chándal puesto. Para despertarse en mitad de la noche con un dolor agudo en el labio inferior. Se puso a llorar desconsolado, agachado en un rincón. El miércoles se lo pasó acurrucado entre sollozos y pesadillas.
Así que el jueves llamó a su viejo amigo Miguel para, con la excusa de hacerle una visita, intentar que le invitara a dormir allí. Miguel era el típico cuarentón con los dientes negros y la voz quebrada, con más días de fiesta a sus espaldas que los cotizados para su jubilación. Vivía en una casa con jardín en las afueras. Destartalada, y con el césped como un maizal, pero limpia; podía pagarse a una señora de la limpieza con el dineral que estaba ganando de comercial. Hasta que descubrieran sus chanchullos, pero eso es otra historia. Alfredo llegó fardando de que se estaba pegando un verano de escándalo con su rollo del “falso rodríguez”. Miguel, al verle las ojeras y el labio hinchado no pudo más que darle la bienvenida al club de los trasnochadores. La parte de Alfredo que solo quería descansar lo intentó, pero no consiguió evitar que Miguel acabara llevándole esa noche a La Cochera. Allí, en un reservado, y según Miguel, para dar la talla después, le invitó a unas rayas. Alfredo se hizo de rogar, pero lo estaba deseando; quizás más aún que dormir fuera de su casa y lejos de la maldita avispa. Así que enrolló un billete y se dispuso a meterse una cuando la avispa se metió por el otro lado del tubo. Instintivamente, pegó un brinco, volcando la mesa con las copas y el preciado polvo, y salió de allí corriendo y chillando como un loco.
Afuera, en la cochera que fue el germen del negocio y que ahora daba nombre al club de alterne, Miguel, contra todo pronóstico, le dio a Alfredo un sensato consejo. Limpia tu casa, aféitate, llama a tu mujer y vete al camping con ella y tus hijos este fin de semana.
El viaje de vuelta al camping se le hizo realmente corto. Se sentía reconfortado. Al fin estaba haciendo lo correcto. La casa había quedado como los chorros del oro, y llevaba todo lo que su mujer le había pedido. Más aún; llevaba ropa como para quedarse el resto del verano. No se lo había dicho todavía, pero pensaba hacerlo en cuanto llegara. De camping con sus seres queridos, no necesitaba más. El rollo de soltero estaba sobrevalorado. No había más que ver las arrugas y los dientes de Miguel para darse cuenta. Y entonces, cuando le quedaban solo unos kilómetros, sonó el móvil en el asiento del copiloto. No tuvo que desbloquearlo, podía ver el mensaje de su mujer. “Compra pañales de camino”. Buf. Ya estaba casi en el camping, y estaba anocheciendo. Haría como que no lo había visto y ya pondría alguna excusa para no ir. La pequeña podía pasar la noche con un trapo o algo. Pero su mujer insistió; ahora le estaba llamando. Acercó la mano para silenciar la llamada. Y cuando lo hizo, ahí estaba. Salió como de la nada, y se le posó en la mano. La sacudió, pero no se soltaba. La golpeó con la izquierda, perdió el control del volante, y ahí acabó todo.
Grácilmente, meneando el trasero como una aristócrata victoriana lo haría con su vestido en un vals ante la corte, la avispa salió por la ventanilla del siniestrado automóvil, se elevó por encima de las copas de los árboles contra un bello atardecer, para luego descender hasta el pequeño claro donde los niños jugaban alegres a lanzarse globos de agua junto a la fuente del camping.