Entre tanta miseria y dolor, con la mirada fija en la tragedia de Haití, doy gracias a Dios por no tener que dar gracias a ningún dios por estar vivo, por tener suficiente para comer tres veces al día, y poder dormir en un hogar caliente en invierno y fresco en verano. Doy gracias a Dios por gozar de la fortuna de no ser católico, ni mahometano, ni judío, y evitarme así el sentirme obligado a agradecerle, con la nariz tapada, el haber tenido el buen detalle de matar a cien mil negritos que ya estaban medio muertos en vida, en lugar de liquidar
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