Esta historia no es nueva, y por eso es más grave. De vez en cuando, Italia llama la atención por crímenes racistas u oleadas de xenofobia. Los periódicos se ocupan del asunto un par de días, los justos para enterrar a la víctima —negro, gitano o magrebí—, encerrar al criminal —casi siempre un pobre diablo envenenado de odio— y poner una cruz más —Rosarno, Nápoles, Milán o la mismísima Roma— en el circuito de la infamia. Asunto resuelto… hasta el próximo crimen.
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