De todos los crímenes de guerra que hemos repasado de soldados de EEUU en Irak, éste resulta sin dudas el más perturbador. Claro que tratar de conmensurar el dolor ajeno, el horror de esas vidas arrebatadas sin sentido, es un ejercicio fútil. Porque la muerte de cada inocente constituye en sí, no un daño colateral e inevitable, sino un hecho vil. Una vida que ya no estará. Y cuya ausencia dispersa el dolor, la sensación de rabia e indefensión, entre la población local como la piedra que cae en un estanque de agua. Pero el asesinato de Abeer
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