Un cubo en una mano, la almohada bajo la axila y el ventilador apoyado en el hueso de la cadera. Entro por la puerta del hospital oncológico y la mochila que me sobresale sobre el hombro no deja ver mi rostro al custodio. Poco le importa, pues el hombre está acostumbrado a que las familias de los pacientes deben llevarlo todo, así que mi barroca estructura de aspas, cubo y fundas, no lo inmuta. Frente a nuestra cama hay una viejita que se come la sopa aguada que le ha dado el personal del hospital...
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