Desde cuando se calzó los guantes por primera vez, a finales de los años 50s, Emile Griffith empezó a dejar tras de sí una estela de rumores. En los círculos boxísticos de Nueva York se insistía en que era homosexual. Griffith no era amanerado, pero sí un hombre apacible fuera del ring. En todo caso, cuando sonaba la campana transpiraba rudeza. Se abalanzaba sobre el rival como un perro de presa, lanzando las manos sin tregua. Además era corajudo: aunque lo golpearan iba siempre hacia adelante, arriesgando el pellejo en cada embestida.
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