En mi adolescencia de provincia mis amigos y yo poblábamos bares de viejos donde se jugaban sucísimas partidas de quinito sobre mesas de madera como lápidas pegajosas. Nos servía Vicente en pantuflas y su mujer en batín y rulos. El secreto, entre varios otros secretos, era que allí nadie llevaba la cuenta. Ni el bebedor ni el mesero, y así todo transcurría en un ambiente de provisionalidad y suspense y vómitos que finalizaba con una cuenta ficticia que misteriosamente siempre beneficiaba a todas las partes que intervenían en la transacción.
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