Lo mismo es que soy un poco gafotas, pero os confesaré que cuando me leí El Quijote me gustó un montón. No voy a andar con paños calientes: me fascinó la historia de este señor que piensa que vive dentro de un libro y se lanza a vivir como un caballero andante en un tiempo en el que este tipo de profesión ya estaba en desuso y solo aparecía en las novelas. He estado investigando cómo vivían de verdad los caballeros andantes y os voy a contar lo que he averiguado.
Aunque a Alonso Quijano le dicen que los caballeros andantes son cosas de novelas y de historias, sí que hubo bastantes a lo largo de toda la Edad Media. El género de caballería explotó sobre todo en los siglos XIV, XV y XVI, aunque esta figura es anterior.
Por ejemplo, eran caballeros andantes los mercenarios que acudían a combatir contra los infieles en Tierra Santa, en el sur de Italia y muchos de los que participaron en la Reconquista en España. Incluido Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, al que desposeyeron de sus tierras y se vio obligado a poner su espada al servicio del mejor postor.
Era habitual que los hijos segundones que no querían seguir una carrera eclesiástica optaran por este camino y rondaban por cortes y castillos ofreciendo sus servicios militares. Si no había una guerra en marcha en aquellas tierras, se exhibían en torneos en busca de una dama noble casadera que se fijara en ellos y que los sacara de su vida errante.
Los reyes se preciaban de tener buenos caballeros andantes entre sus súbditos y no era infrecuente que si uno le prestaba buen servicio fuera recompensado con tierras en las que podían ejercer el derecho de ser sus señores feudales. De este modo, el caballero que había nacido segundón podía aspirar a volver a engrosar las filas de la nobleza de la que salió.
La influencia de las novelas en los caballeros andantes
No solo las novelas de caballería influyeron en los caballeros andantes, sino que los cantares de gesta hicieron su parte de trabajo encumbrando una figura que se prestaba mucho a ser ensalzada. Los propios caballeros andantes eran grandes consumidores de este tipo de ficción. Y aunque sabían que había hazañas inalcanzables (sobre todo por la aparición de la magia o de elementos fantásticos) muchos de ellos intentaron emular a los héroes de los libros.
Al igual que en las novelas de caballerías (y en el Quijote por supuesto) los caballeros solían prometer a una dama que iban a cumplir alguna hazaña y volver triunfadores (para casarse con ella) y lucían sobre su cuerpo una “señal” o “empresa” como símbolo de su amor. Esta señal podía ser algo discreto como una argolla en el cuello o un puñal oculto, pero también había votos más extravagantes como no comer, no dormir, mantener un ojo cerrado o llevar preso a tu escudero y solo se podían liberar del voto si cumplían un requisito, que podía ser acabar con un número determinado de caballeros, romper ciertas lanzas, o combatir en lo sucesivo de una determinada manera. Estas luchas podían ser en un torneo, en una justa o en lo que se denominaba “paso de armas” en campo abierto.
Los torneos se diferenciaban de las justas porque en los primeros participaban grupos de caballeros. Las justas eran peleas de uno contra uno y en ambos los caballeros se jugaban la vida, y la perdían de vez en cuando. Estos ejercicios eran indispensables para mantenerse entrenados en tiempos de paz y se convertían en una especie de violentas competiciones deportivas a las que acudía todo el mundo.
Los “pasos de armas” consistían en que el caballero se apostaba en un lugar de paso, que podía ser la puerta de una ciudad, un cruce de caminos, un puente, y se batía con todos aquellos que intentaran pasar por donde estaba defendiendo. El caballero debía indicar previamente en un cartel cuánto tiempo duraría el paso de armas y cuántas lanzas tendría que romper para vencer y las reglas que había que cumplir durante el combate (romper una lanza era derribar al otro del caballo o hacerle sangre).
El caballero que defendía el paso era el “mantenedor” y sus adversarios se llamaban “aventureros”. Un jurado, compuesto por caballeros neutrales, heraldos u otras figuras aprobadas por el rey vigilaban el desarrollo del combate y un notario daba fe por escrito de lo que sucedía.
El paso de armas más famoso de España tuvo lugar en 1434, cuando el caballero Suero de Quiñones se apostó sobre un puente en el río Órbigo (provincia de León) para desafiar a todas las personas que fueran a intentar cruzar el puente. Se puso como objetivo romper 300 lanzas para librarse de la argolla que llevaba al cuello en memoria de su amada, Leonor de Tovar. El rey, que apoyaba al caballero, hizo correr la voz por todo el reino y muchos acudieron a su llamada.
Suero de Quiñones pasó dos meses combatiendo con los que le hacían frente, hasta que tuvo que retirarse por una herida sufrida. Los jueces consideraron que había combatido con valentía y le liberaron de su argolla, pese a que solo había roto 177 lanzas de las 300 prometidas. Si os interesa, hay mucha documentación sobre el tema, ya que fue narrado exhaustivamente por el notario Pedro Rodríguez de Tena.
Si queréis profundizar, además de los artículos que os he enlazado en el texto, me ha gustado mucho este artículo sobre la violencia medieval.