Sus inventores lo llamaban “teléfono”, pero no servía precisamente para hablar. En la Argentina de los campos de concentración, aquel temible instrumento era una pieza más en el catálogo del infierno: cuando los torturadores tenían ganas de jugar, lo utilizaban para atormentar aún más a sus víctimas. Básicamente, consistía en un aparato que daba descargas simultáneas de electricidad en oreja y boca. Era simplemente horroroso. Pero había más. Siempre había más. Por ejemplo, otro día podían meterte un tubo por el ano y soltar dentro una rata. “Re
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