Las mujeres de hoy en día estamos acostumbradas a acudir al ginecólogo regularmente. Sabemos que tendremos que desnudarnos de cintura para abajo, y que tendremos tumbarnos en la incómoda silla ginecológica, con los pies en los estribos, resignadas a ver cómo lo que antes de entrar en consulta era absolutamente privado, se convierta en público de puertas adentro por muy molesto que nos pueda resultar. Sin embargo, a finales del siglo XIX las cosas eran muy diferentes...
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