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Una explicación racional a la turismofobia

      Por mucho que el título sugiera conspiraciones o ideas retorcidas, la realidad es mucho más prosaica: lo que es se esconde tras el odio al turismo es una simple norma estadística, la que vincula el número de personas que se benefician de este fenómeno y los que sufren sus consecuencias.

           Lo siento, amigos, pero creo que es así de sencillo: en los lugares donde una importante parte de la población vive del turismo y de las actividades relacionadas con los visitantes foráneos, la tolerancia a los daños y molestias que estos causan es mucho mayor.

           En Canarias, hasta un tercio de la población, tirando por lo bajo, vive de alguna actividad vinculada al turismo, con lo que los canarios se toman con deportividad y buen humor las aglomeraciones, las borracheras, y lo que haga falta. En Barcelona o Madrid, sin embargo, el turismo no genera más que el tres o el cuatro por ciento de los puestos de trabajo, con lo que la inmensa mayoría de la población sufre el ruido, ve sus calles atestadas y padece los precios de los alquileres sin obtener prácticamente nada a cambio.

           Ser trata de un caso más de las famosas externalidades: unos pocos cosechan los beneficios mientras transmiten al resto, todos, los perjuicios de su actividad. Como si se tratase de una carretera plagada de camiones o del humo de una fábrica, que da trabajo a quinientas personas pero atufa a las otras trescientas mil. Es el mismo problema.

           Los impuestos, se supone, deberían corregir este desfase para que todos aprovechasen el beneficio de esos pocos. Y en teoría lo hacen. Pero como en la práctica sabemos que la parte más gruesa de los impuestos se la lleva el Estado y la gasta donde quiere, los habitantes de las zonas más presionadas por el turismo perciben que ellos sólo sufren las molestias mientras cuatro empresarios de la noche y tres monopolistas del chiringuito se forran los bolsillos.

           Y se cabrean.

          Tampoco tiene más misterio