Lo que voy a contar aquí es algo que de mi círculo cercano sólo sabe mi pareja actual, además de las personas que me dijeron lo ocurrido realmente. Viene al hilo de “a las mujeres hay que creerlas siempre”. Como digo en este comentario, soy biempensante y quiero creer que se refiere a las actuaciones policiales previas a la investigación.
Así que, incluso en este caso, y de haber denunciado mi ex, la policía debió haberla creído en un inicio y darle apoyo (como hice yo) y luego, al haber visto la verdad, el órgano instructor incoar un procedimiento de denuncia falsa.
Así que no quiero que mi experiencia personal sea una excusa para neomachistas ni incels. Este suceso no me ha hecho cambiar mi perspectiva con respecto a las mujeres. Lo normal para muchos, para camuflar el dolor, sería parapetarse detrás del “todas putas”. Y eso sería cobarde. Y peor: sería simplista. E imperdonable: sería injusto.
Es una experiencia personal, que no supone en ningún caso evidencia estadística. No pretende blanquear las violaciones reales, sino al contrario. La historia es un poco larga, y va aquí:
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Yo era un abogado muy joven que tenía su primer trabajo. Por aquel entonces, curraba en un despacho de abogados tradicional especializado en temas mercantiles, aunque hacía apoyo en algunos procedimientos penales y de herencias. Mi novia por aquel entonces era una estudiante de Derecho que resultaba ser mi primera relación seria. Estaba enormemente enamorado.
Echando la vista atrás, me sorprende haber sido tan feliz en esa relación. Era tan celosa que corté cualquier tipo de relación con amigas y era tan mentirosa que llegó a inventarse que un amigo suyo estaba en coma para justificar que se le olvidó venir a buscarme al trabajo.
A mi ex (llamémosla María) le gustaba salir de fiesta. Ello explicaba su mal discurrir académico, porque era una persona muy inteligente. Miércoles y jueves se iba de farra hasta la madrugada y tendía a despertarse a las dos o a las tres de la tarde. Le pedía que me mandase un mensaje cuando hubiese llegado para quedarme tranquilo por su seguridad; tenía un historial un tanto extraño de desapariciones curiosas.
Recuerdo muy bien ese día porque asistía a un juicio de menores a Cangas, y para ir lo más rápido y económico es atajar la ría en una lancha, lo que nunca había hecho. Eran las diez de la mañana y recibí el consabido mensaje suyo; pero en vez del “¡Llegué!” me entró un “Me he quedado a dormir en casa de una amiga. Ha pasado algo terrible”.
Obviamente me saltaron las alarmas, así que la llamé repetidamente. Me colgaba una tras otra hasta enviarme otro mensaje: “No soy capaz de hablar de ello. Me han violado”. Literal; dicho mensaje lo tengo grabado en la retina.
Ahora bien: cuando leí esto mi coche estaba en el otro extremo de la ría, y dudaba que el juez me aceptase posponerlo, así que decidí entrar, hacerlo rápido y bien y salir cagando hostias.
El juicio, como es normal, me salió de pena. Me resultaba imposible concentrarme. En varias ocasiones fallé con mis preguntas, hice reiteraciones y cuestiones capciosas y el mismo juez tuvo que darme varios toques de atención. Lo atribuyeron a mi edad e inexperiencia.
Creo que hice el trayecto en velocidad récord. Dejé el coche subido a la acera del centro de la ciudad. Timbré al portal de la casa de la amiga y ahí me la encontré: acurrucada en la cama, con ropa vieja. La viva imagen de la tristeza y la desesperación. Lo que se me partió el alma no tiene palabras.
Una cosa que te explican es cómo enfocar los interrogatorios en casos de violación. Otro que nadie te cuenta es cómo tratar con tu pareja ese tema. Así que me quedé petrificado, incapaz de decidir qué era lo más adecuado: ¿la abrazaba, me acercaba, me mantenía separado, le quitaba hierro, me mostraba furioso, triste, me guardaba los sentimientos para tranquilizarla?
El resto del día (porque no fui a trabajar) me lo pasé acurrucado a su lado sin apenas decir nada. En ese momento lo que creía de presunción de inocencia y juicio justo eran basura: quería encontrar a ese tipo y arrancarle los huevos. Quería que sufriese.
Al cabo de unas horas me contó la historia. Salía de un local cuando se le acercó un tipo. Latino y con un sello de oro enorme en la mano izquierda. Sus amigas iban delante, así que no vieron que él la empujaba contra un garaje metido dentro de un edificio, le pegaba en el estómago y le introducía los dedos. Me dio más detalles que prefiero ni pensar.
Reto a cualquiera de los que me lee a mantener la calma ante esa situación como yo lo hice. Aún hoy no me explico cómo. O quizá sí, pero lo veremos más adelante.
En el momento se me pasaron por la cabeza preguntas fugacísimas, como, por ejemplo, cómo era posible que sus amigas no se percatasen de su desaparición repentina; cómo es que, por mucho que ella fuese detrás, yendo en el mismo grupo nadie viese nada; cómo es que no chilló; cómo es que no tenía lesiones después de varios golpes en el abdomen.
Me dieron asco esas preguntas, lo atribuí a deformación profesional y las aparté de mi mente. Culpándome por dudar de algo que le había pasado a la persona que más quería en el mundo. Así que la abracé y no dije nada.
María se negaba a ir a la policía a denunciar nada. Eso no me resultó chocante. Es desgraciadamente frecuente en la víctima sentir culpa y vergüenza. No insistí. Lo que me resultó muy, muy chocante, fue que quisiese hacerlo conmigo.
No tengo formación específica en psicología de delitos sexuales, pero me resultaba muy extraño que después de pasar por algo tan jodido ella tuviese ganas reales de sexo y, de hecho… estaba cachonda. Según me explicó, quería borrar esa experiencia sexual traumática por otra experiencia sexual bonita.
La pregunta fugaz que se me pasó por la cabeza fue igualmente desechada. Yo era un hombre, no tenía ni idea de qué extraños mecanismos suceden después de algo tan traumático. Por algún milagro conseguí tener sexo con ella (otras de las cosas más complicadas que he tenido que hacer) y la acompañé a su casa.
Y nada cambió. Nada en ella. Ni a bien ni a mal. Al día siguiente era la misma. Como digo, mi inexperiencia sobre traumas sexuales me impedía juzgar dicha conducta, así que jamás dudé de ella. Bien puede ser, pensé, un mecanismo psicológico de represión de trauma. Así que no saqué el tema.
Pero me moví, y como. Tenía una vieja conocida a cargo de un centro asistencial a mujeres, que me dio recomendaciones de psicólogos especializados, dónde y cómo comprar spray de pimienta, cómo hablar con ella y una serie de medidas que adopté ipso facto. Todas ellas acababan inevitablemente en broncas de María: ¿Quién me creía que era?
Yo las aceptaba, claro. Es verdad, pensé. Tal vez sea más fuerte de lo que pienso.
Y un día, caminando por la calle, vi a un tipo. Latino. Con un enorme sello dorado en la mano izquierda. Caminaba al lado de una chica rubia, delgada y bajita, como María. Inmediatamente pensé en abordarlo. Luego me dije que tenía que asegurarme de que era él antes de tomar medidas. Así que los seguí.
Grabé un vídeo desde detrás de ellos y se lo envié a María. Entraron en un Burger King; yo entré detrás y, haciendo como que hacía una llamada, lo grabé de frente con la cámara del móvil. Se lo envié a María también esperando a que me respondiese y, en su caso, me confirmase. No sabía qué haría si era cierto, pero eso ya se me ocurriría.
No podía irme hasta que mi ex me confirmase o no que era él, así que de nuevo volví a faltar al trabajo, me pedí una Cocacola y me senté en una mesa de al lado, haciendo como que leía la tablet y sin quitarle ojo de encima. Durante una hora memoricé cada rasgo suyo, cada expresión y hasta su voz. Se levantaron y yo me levanté. Fueron a un parque. Los seguí. María seguía sin responderme.
Finalmente me dijo que no, no era él. En parte aliviado y en parte decepcionado, envié un mail con una disculpa a mi jefe y me volví a casa. Y aquí terminó el primer acto de esta trama.
Al cabo de un año, lo dejé con María por causas que no vienen al caso. Me cambié de ciudad, de trabajo, de círculo social. Hice mi vida con otra pareja.
Y hace poco, muy poco, me encontré a una amiga de María. Era la que tenía el piso aquella tarde de hace años. Me saludó efusivamente y tomamos un café. Me habló de María, y me dijo que era normal después de lo que había pasado. Al principio no la entendí y lo dejé pasar, aunque luego pregunté. Y ahí vino lo que me destrozó.
Esa noche no habían violado a María. Esa noche María se había acostado con un latino con un sello de oro en el dedo en casa de dicha amiga. Al terminar, se sintió mal por haberme puesto los cuernos y dijo que me diría que la habían violado. Esa amiga tenía todo. Tenía whatsapps de ella después de lo ocurrido donde le decía a María que tenía que contarme la verdad, y ella diciendo que no podía después de haberme dicho lo de la violación. Tenía una foto de todos tomando unas cervezas, ya de mañana, en la salita de su piso. Tenía una foto de María besándose con él. Y sí: era el tipo al que yo, hacía años, había seguido como un espía de la guerra fría. Todas esas cosas me las envió y las sigo teniendo guardadas en una copia de seguridad en mi móvil, como un recordatorio de algo que no sé muy bien explicar.
Casualmente, no se lo he dicho a nadie, quitando a mi pareja actual un día que bebí de más. Soy yo el avergonzado. Pero gracias al cielo, no he cambiado. Las mujeres no son buenas ni malas, son personas. Y las personas son buenas, y son malas, y muchas veces ambas al mismo tiempo. Esto podría autojustificarme en una actitud de pasar por mentira toda denuncia de violación. O hacerme demasiado escéptico con respecto a ellas.
Sin embargo, sigo creyendo lo mismo. Si María hubiese denunciado, la policía debería haberla creído e investigar a fondo.
Y, una vez demostrada la verdad, caer sobre María con todo el peso de la ley. Porque el hecho de que María fuese una mala persona no justifica el desprecio a aquellas chicas que tuvieron que sufrir en sus carnes lo que María inventó. Y María no sólo me jodió a mí o pudo haber jodido a ese chaval: sus actuaciones son un insulto a las víctimas verdaderas, que no merecen que una ley diseñada para protegerlas sea instrumental de personas sin escrúpulos.