Eutiquio

A Eutiquio la vida le había ido regular tirando a mal, para empezar sus padres no tuvieron otra mejor idea que ponerle el nombre de su padre, obviamente porque Don Eutiquio había nacido un seis de abril y en su pueblo se ponía el nombre del santo del día en que nacía un niño, San Eutiquio de Constantinopla. Menos mal que no le pusieron Constantinoplo o alguna otra aberración típica de los pueblos y de otros años. Su padre, ya fallecido, lo llevaba con dignidad pero el hijo, en cuanto se mudo a la ciudad, comenzó a sentir el aguijoneo de las burlas a cuenta de su nombre de pila. Algunos compañeros de trabajo, o empleados, intentaron llamarlo “Euti”, otros “Tiquio”, otros le llamaban por el primer apellido: Oreja. Cosa que tampoco ayudaba demasiado. Eutiquio Oreja Sandoval. Al menos sabía que nadie se olvidaría de él, no se llamaba Antonio García, ni Manuel López, algo con lo que consolarse, claro.

Además no se había casado ya que no había encontrado al hombre de su vida, sólo algunos momentos de supuesta relación formal con hombres que no estaban destinados a ser su marido. Esa mañana ventosa y lluviosa, otoñalmente molesta, se encontró con la vecina del segundo B, María, luchando lo mejor que podía con un paraguas plegable contra viento y llovizna. No se sabía si la pelea era contra el paraguas o contra las inclemencias del tiempo. Se saludaron cortésmente bajo la marquesina de la parada. Él cogía la línea 187 y ella la 155, casi nunca coincidían ya que tenían horas diferentes de trabajo, aunque no sabía en qué trabajaba ella.

Eutiquio sonrió cerrando el paraguas mientras ella se peleaba con el plegable para intentar llevarlo al orden, al camino de las varillas bien colocadas, cosa que no parecía posible. Se fijó en que ella llevaba una gabardina ocre y unas botas de montaña de buena calidad, el pelo revuelto y una cartera que posiblemente contuviera un ordenador portátil. Antes de que tuviera tiempo de decirle algo cortés y educado llegó su autobús y la saludo levantando las cejas y dibujando una media sonrisa con los labios.

Se sentó entre dos señoras orondas que parecían llenar tres asientos en vez de dos. Él, al ser delgado, se colocó lo mejor que pudo y no pudo evitar ver la cara de desaire de ambas señoras, por llamarlas de alguna manera. Aun no había preparado el cambio de zapatos en la tienda y seguía manteniendo algunas sandalias mezcladas con zapato cerrado. Con este tiempo tan revuelto uno no sabía si llevar sombrilla para el mediodía y chubasquero para algunas tardes. Tenía que repasar la lista de precios de las nuevas deportivas, esas que todos en el sector le decían que arrasarían antes del seis de enero. Volvió a repasar mentalmente la novela que escribía en sus horas muertas, o en horas adormecidas. Se había metido en un lío al querer contar una historia de misterio y asesinatos. Como pudo, con bastante dificultad, intentó sacar del bolsillo un pequeño librito, con la ilusa intención de leer en el trayecto hasta su parada destino. La "corpulenta" de la derecha movió el codo mínimamente para asegurarse que Eutiquio tenía menos espacio, todo esto sin mirar a nadie, como si ni siquiera hubiera movido el brazo. Sus sonrojadas mejillas, la fuerza con la que apretaba el paraguas y ese rictus en la cara de cabreo permanente, le hicieron desistir de sacar el librito: “La verdad sobre el caso de las canicas”, otro capítulo más del inspector de policía Sebastián Algorza y su inseparable compañera Amelia Andrades. Esta noche lo terminaría y descubriría quién estaba detrás de los asesinatos que habían conmocionado a la ciudad de Valencia. “El cristalero no puede ser”, se dijo mientras veía por la ventana del autobús que la lluvia arreciaba. “Ni la criada croata, aunque tuviera un pasado turbio, no tenía los conocimientos de química...”

Se fijó en que la oronda de la izquierda había aumentado su espacio vital ajustando aun más al pobre Eutiquio. Consiguiendo que terminara por levantarse, no sin antes mirar a las dos señoras para que se dieran por alulidas, pero la pareja de señoras no estaban por sutilezas, como mucho estaban en el universo de los bocadillos de chorizo pringoso. Esa imagen le hizo sonreir un poco, mientras veía que se acercaba su parada.

Ya fuera, abrió el paraguas y el viento le mojaba los pantalones y parte de la chaqueta, con esa ventolera el paraguas era más un objeto decorativo que otra cosa. Por fin llegó a la calle de su establecimiento: Zapatos Sandoval. Enfrente ya le esperaban los dos compañeros de trabajo, ambos apretando un vaso de café eterno y humeante a resguardo de la lluvia. Saludaron levantando el vaso de café mientras Eutiquio levantaba la cancela metálica de la tienda y abría las puertas, apresurándose a marcar el código de seguridad de la alarma. Puso el cartel de apertura con el horario. “De lunes a viernes de 10:00 a 14:00 y de 17:00 a 20:00. Sábados de 10:00 a 13:30.” Miró su reloj de pulsera, las 9:35. Y se preguntaba quién sería el primero que empezaría a sentirse rey de reyes antes de las diez de la mañana, la hora de apertura oficial y la hora a la que entrarían sus dos compañeros y empleados aplicando normas de puntualidad de caros relojes suizos. Efectivamente, una señora con cara de despistada entraba en la tienda. Eutiquio le indicó, extremadamente amable, que no abrían hasta las diez. La señora, como si no hubiera oído nada, siguió paseando por la zapatería mirando calzados como quien pasa revista a la tropa. Eutiquio, experto a la fuerza en estas lides, se dirigió a la trastienda, conectó las luces de los expositores y sacó material variado de decoración de escaparates. Una rama seca, unas guirnaldas trenzadas de hierbas sintéticas, un reloj antiguo y una cajas de hortalizas repintadas con colores vivos.

Las 9:54 y la señora se había sentado poniendo su paraguas en un paraguero, creando un reguero de agua a su paso tanto con el paraguas como al sacudirse la ropa empapada que traía. Eutiquio suspiró y sacó las alfombras de pasillo que tenía para estos días lluviosos, aunque el suelo ya estaba marcado con los pequeños charcos de la señora, una de esas de collares de perlas falsos, ropa color crema, bolso de marca y zapatos de apariencia cara, sólo de apariencia. De esas que llaman piel a la polipiel y viven en un mundo de glorias pasadas e insolencia presente.

A las diez en punto entraron sus compañeros, saludaron con los típicos buenos días, Damián abrió la caja y puso a cero la contabilidad y Miguel Ángel se dirigió a la mujer sentada con un “en qué puedo ayudarle, señora”. Sonrisa y amabilidad mezcladas con años de experiencia.

Antes de que la señora del collar de perlas pudiera levantarse o decir algo, Eutiquio apretó los puños y en tono cortés le dijo a Miguel Ángel: “Yo atiendo a la señora, gracias, Miguel Ángel.”

Por supuesto ella no tenía la más mínima intención de comprar nada, pero sí de probarse media docena de zapatos. Y Eutiquio lo sabía. “No hay de su pie de ese modelo”. “Este modelo sólo lo tenemos en negro.” “No, ése es de piel y con costuras hechas a mano, de ahí su precio.”

En un momento, desconectó del mundo real pensando en quién podría ser el asesino y, sobre todo, por qué se llamaba la novela así... “La verdad sobre el caso de las canicas”.

-¡Claro! ¡Eso es! -exclamó mirando al zapato que tenía entre las manos.

Cuando volvió al mundo real, la señora estaba recogiendo su paraguas, volviendo a manchar todo de agua y marchándose con una indignación más que impostada. Nuevos clientes comenzaron a llegar, algunos con cara de compradores otros con cara de visitar un monumento y recorrer el Panteón de la Zapatilla, La Sala de las Sandalias, o El Estante del Deporte... Eutiquio ya sabía o sospechaba quién era el asesino y esperaba esta noche descubrirlo o comprobar que el autor había sido más listo que él. Tendría que retocar su novela, porque se parecían demasiado, no le importaba, sabía que podía hacerlo mejor, sabía que podía construir un armazón policíaco bueno. Esperaba que su manuscrito pudiera interesar a los editores. Ya sabía lo que debía cambiar y cómo, pero antes tenía que terminar la novela que estaba leyendo. “No, señor, sólo nos queda el cuarenta de ese modelo.” “Ahora mismo le buscamos un treinta y siete.”

Eutiquio Oreja era un buen nombre de escritor, pensó repasando la trama de su novela.